Una rosa

¡Las ideas son como seres vivos!
VILLIERS DE L’ISLE ADAM, Véra

La rosa apetecida apareció en su mano, como surgida de un sueño.

-¿Qué magia es esa, que transforma las palabras en objetos?- interpelé al taciturno forastero, mientras acariciaba los verídicos y hermosos pétalos amarillos.

-Ignoro si es una magia o una fe- replicó. Había algo de resignado fastidio en la voz.

-No me malentienda. Uno no atestigua operaciones de esta clase todos los días. Ya Sócrates declaraba…

-Basta con pronunciar una palabra y en esa palabra la idea y en esa idea el mundo. ¿Ha leído usted novelas?

-Sí, pero…

-¿Y no ha sentido que su vida es una ficción? ¿Una historia tramada por los dioses?

-Sin duda trata de referir el divulgado idealismo de Berkeley, pero descreo bastante de esas fantasmagorías.

-Y sospecho que también piensa que los libros son espejos del mundo y no cosas agregadas al mundo, ¿no es cierto?

El tono laberíntico de su declaración me infundió un ligero vértigo. De pronto, el parque y la banca de piedra y el riachuelo y el melancólico gorjeo del estornino me parecieron irreales. Al rato, proseguí con la entrevista:

-No sé si se equivoca. Son cosas que no me había interrogado… Pero dígame, ¿cómo ha hecho para que ocurra el prodigio de la rosa? Me tiene en ascuas.

-Temo provocarle una desilusión… pero no he hecho nada.

-¿Cómo?

-Usted pensó la rosa. Usted la imaginó en mi mano. Usted es el creador.

Trasoñé su respuesta. Sentí que el ámbito se deformaba. El forastero gris continuó con la voz un tanto mortecina:

-A decir verdad, yo mismo soy una de sus creaciones. Bastaría con que usted me deseara la muerte para desaparecer, para desvanecerme como la frágil figura de un sueño…

Lo dijo e inevitablemente pensé en su muerte, y se desvaneció, como lo había prometido. La rosa amarilla cortó el aire y se precipitó hacia el suelo de tierra; tristemente, maravillosamente, noté que comenzaba a marchitarse. La recogí, me la guardé en el bolsillo del saco y caminé largamente sin rumbo, como las ilusiones.

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Nota: El cuento fue publicado por primera vez en el número 16 de Revista Penumbria. Puedes consultar la antología en el siguiente enlace: PENUMBRIA 16

De qué hablamos cuando hablamos de amor (Raymond Carver)

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Estaba hablando mi amigo Mel McGinnis. Mel McGinnis es cardiólogo, y eso le da a veces derecho a hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina. Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa —la llamábamos Terri— y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero todos éramos de otra parte.

Había un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.

Terri dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería tanto que había intentado matarla. Luego continuó:

—Una noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: «Te quiero, te quiero, zorra.» Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas. — Terri nos miró—. ¿Qué se puede hacer con un amor así?

Era una mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena castaña que le caía por la espalda. Le gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.

—Dios mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes —dijo Mel—. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos llamarlo amor.

—Tú dirás lo que quieras, pero sé que era amor —protestó Terri—. Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente, Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero me amaba. A su modo, quizá, pero me amaba. En todo aquello había amor, Mel. No digas que no.

Mel suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.

—Me amenazó con matarme —dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia la botella de ginebra—. Terri es una romántica. Terri es de la escuela de dame una patada y así sabré que me amas. Terri, cariño, no pongas esa cara. —Mel alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con los dedos. Y le sonrió.

—Ahora quiere arreglarlo —dijo Terri.

—¿Arreglar qué? —saltó Mel—. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo que sé. Eso es todo.

—De todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? — Terri levantó el vaso, bebió y añadió—: Mel siempre tiene metido el amor en la cabeza. ¿No es verdad, cariño? —sonrió. Pensé que el tema iba a quedar zanjado.

—Yo no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he dicho, cariño —puntualizó Mel—. ¿Y qué opináis vosotros? —Mel se dirigía a Laura y a mí—. ¿Os parece que eso es amor?

—No soy la persona más apropiada para responder —respondí yo—. Ni siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No me atrevo a juzgarle. Tendría que conocer los detalles. Pero creo que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.

Mel aclaró:

—Lo es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me refiero no te lleva a intentar matar gente.

Laura intervino:

—Yo no sé nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la situación de otro?

Toqué el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura. Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.

—Cuando me fui, se tomó un matarratas —explicó Terri. Se apretó los brazos con las manos—. Lo llevaron al hospital de Santa Fe. Vivíamos allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida. Pero se le enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían, como colmillos. Dios mío —suspiró Terri. Aguardó unos instantes; luego se soltó los brazos y cogió el vaso.

—¡Qué cosas llega a hacer la gente! —exclamó Laura.

—Ahora está fuera de juego —dijo Mel—. Murió.

Mel me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y removí los cubitos con los dedos.

—Es más grave que eso —dijo Terri—. Se pegó un tiro en la boca. Pero tampoco le salió bien. Pobre Ed. —Sacudió la cabeza.

—Ni pobre Ed ni nada —dijo Mel—. Era peligroso.

Mel tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo cuidadosos.

—Pero me amaba, Mel. Concédeme eso —insistió Terri—. Es lo único que te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no?

—¿Qué quieres decir con que no le salió bien? —pregunté.

Laura se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.

—¿Cómo dices que le salió mal si se mató? —inquirí.

—Te lo contaré yo —dijo Mel—. Cogió su pistola del veintidós, la que se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio, ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el tipo de vida que llevábamos entonces. Eramos como fugitivos. Hasta yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y los chicos, con el perro, con todo, y Terri y yo vivíamos en este apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El aparcamiento estaba completamente oscuro, y antes de llegar al coche me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me decía: «Hijo de perra, tus días están contados.» Y nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo, creedme.

—A mí me sigue dando lástima —confesó Terri.

—Parece una pesadilla —dijo Laura—. ¿Pero qué sucedió exactamente después de que se pegara el tiro?

Laura es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo profesional. Y antes de que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados, nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer con la que es fácil llevarse bien.

—¿Qué sucedió? —insistió Laura. Mel explicó:

—Se pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él. Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.

—¿Quién se salió con la suya? —dijo Laura.

—Yo estaba con él en su habitación cuando murió —precisó Terri—. No recuperó el conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él. No tenía a nadie más.

—Era peligroso —dijo Mel—. Si quieres llamarlo amor, allá tú.

—Era amor —repitió Terri—. Ya sé que era un amor anormal para la mayoría de la gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor. Murió por él.

—Pues para mí eso no es amor, puedes estar segura —dijo Mel—. Lo que quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo hicieron.

Mel se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.

—No me interesa ese tipo de amor —declaró—. Si para ti eso es amor, allá tú.

Terri explicó:

—Estábamos asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién debía buscar si algo le sucedía.

Terri bebió de su vaso. Prosiguió:

—Pero Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene gracia?—dijo Terri. Se sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó y fue al aparador. Sacó otra botella.

—Bien, Nick y yo sabemos lo que es amor —dijo Laura—. Para nosotros, por lo menos. —Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya—. Se supone que ahora debes decir algo —insinuó, y se volvió hacia mí sonriendo. A modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su regocijo.

—Somos afortunados —declaré.

—Eh, chicos —exclamó Terri—. Dejadlo. Me estáis poniendo mala. Aún seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alelados, ¿será posible? Pero ya veréis. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?

—Un año y medio —contestó Laura, ruborizada y sonriente.

—Oh, vaya —dijo Terri—. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a Laura.

—Sólo estoy bromeando —puntualizó Terri. Mel abrió la botella y nos sirvió ginebra.

—Vamos, muchachos —intervino—. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un brindis por el amor. Por el amor verdadero.

Hicimos chocar los vasos.

—Por el amor —coreamos.

Fuera, en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina: la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los vasos y nos sonreímos unos a otros como niños que han pactado algo prohibido.

—Voy a explicaros lo que es el amor verdadero —dijo Mel—. Voy a poneros un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones. —Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de lima. Esperamos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a juntar nuestras rodillas. Le puse una mano en el cálido
muslo y la dejé allí encima.

—¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? —dijo Mel—. Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, y también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de la otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. Así que supongo que soy como Terri a este respecto. Como Terri y Ed. —Se quedó pensando en ello y luego continuó—: Hubo un tiempo en que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez Ed. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo. —Calló y bebió un trago de ginebra—. Vosotros lleváis juntos dieciocho meses, y os amáis. Se os nota en todo. Rebosáis amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros. Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo. ¿Me equivoco? ¿Estoy desbarrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿entendéis? Y soy el primero en admitirlo.

—Mel, por el amor de Dios —intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó de la muñeca—. ¿Ya la has cogido, cariño? ¿Estás borracho?

—Cariño, sólo estoy hablando —protestó Mel—. ¿Vale? No necesito estar borracho para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso? —dijo, y fijó la mirada en ella.

—No te estoy criticando —aseguró Terri. Terri cogió su vaso.

—Hoy no estoy de guardia —puntualizó Mel—. Permíteme que te lo recuerde. No estoy de guardia.

—Mel, te queremos —dijo Laura. Mel miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera la mujer que era.

—Yo también te quiero, Laura —dijo Mel—. Y a ti, Nick. También te quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? —se interrumpió—. Sois nuestros amigos —afirmó. Y cogió el vaso.

—Iba a contaros algo —empezó Mel—. Bueno, iba a demostrar algo. Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor.

—Vamos, Mel —le regañó Terri—. No hables como si estuvieras borracho si no lo estás.

—Cállate por una vez en la vida —le pidió Mel con suma calma—. ¿Me harás ese favor, sólo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba muchas probabilidades de salir con vida.

Terri nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizás ésta sea una palabra demasiado fuerte. Mel nos pasaba la botella.

—Yo estaba de guardia aquella noche —explicó—. Era mayo, o quizá junio. Terri y yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron del hospital. Era por lo de ese accidente de la interestatal. Un jovencito borracho, un quinceañero, había estrellado la camioneta de papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos setenta y tantos años, los viejos. El chico, de dieciocho o diecinueve o algo así, murió al llegar al hospital. Se le había hundido el volante en el esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya veis. Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas internas, hemorragias, contusiones, desgarrones, de todo… Y conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, claro está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les salvó de una muerte instantánea.

—Chicos, he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla —Terri rió—. Mel —prosiguió—, a veces eres demasiado. Pero te quiero, cariño.

—Cariño, te quiero —declaró Mel. Adelantó el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se besaron.

—Terri tiene razón —corroboró Mel, de nuevo en su silla—. Usad siempre los cinturones de seguridad. Pero, hablando en serio, los viejos estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla. Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un traumatólogo y a un par de cirujanos.

Bebió un trago de ginebra.

—Trataré de no extenderme —continuó—. Los subimos al quirófano y estuvimos casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un cincuenta por ciento de probabilidades, quizás algo menos a ella. Y ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir, mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos a una habitación.

Mel hizo una pausa.

—Venga —prosiguió—. Acabemos esta maldita ginebra barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese sitio. Pero no nos moveremos hasta que acabemos esta maldita ginebra.

Terri aclaró:

—En realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto. Por fuera, quiero decir.

—Me gusta comer —comentó Mel—. Si volviera a empezar de nuevo, me haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien, Terri?

Rió. Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.

—Terri lo sabe —explicó—. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga una cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.

—A Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ristre —añadió Terri.

—Y llevar siempre consigo un pañuelo de mujer —apostilló Laura.

—O simplemente una mujer —redondeó Mel.

—¿No te da vergüenza? —saltó Laura.

Terri dijo:

—Supón que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían tan fácil en aquellos tiempos.

—Los siervos no lo han tenido nunca fácil —dijo Mel—. Pero imagino que hasta los caballeros eran vesallos de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso hoy todos somos siempre vesallos (1) de alguien. ¿No es cierto? ¿Eh, Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas, es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había coches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te embistieran y te rompieran la crisma.

—Vasallos —corrigió Terri.

—¿Qué? —preguntó Mel.

—Vasallos —repitió Terri—. Es vasallos, no vesallos.

—Vasallos, vesallos —protestó Mel—. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has entendido, ¿no? Muy bien —reconoció—. No soy culto. He aprendido lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.

—La modestia no te sienta bien —dijo Terri.

—No es más que un humilde matasanos —intervine yo—. A veces, Mel, los caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso, o si ellos estaban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en alguna parte que a veces se caían del caballo y no podían levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban sus propios caballos.

—Terrible —exclamó Mel—. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el suelo, a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en pinchos morunos.

—Algún vesallo como ellos —dijo Terri.

—Exacto —apoyó Mel—. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la que lucharan en aquellos tiempos.

—Las mismas por las que luchamos hoy en día —dijo Terri.

Laura sentenció:

—Nada ha cambiado.

Las mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se llevó el vaso a los labios. Mel se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua tónica.

—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —quiso saber Laura—. No has acabado de contar la historia.

Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez. La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.

—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.

—Más viejos pero más sabios —comentó Terri. Mel la miró con fijeza.

Terri prosiguió:

—Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?

—Terri, a veces… —empezó Mel.

—Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma? —¿Dónde está la broma? —inquirió Mel. Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.

—¿Qué pasó? —insistió Laura. Mel clavó la mirada en Laura. Dijo:

—Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.

—Cuéntanos la historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba? —Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa.

Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.

—Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.

Los tres miramos a Mel.

—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó.

Puede que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras cabezas.

—Escuchad —propuso Mel—. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.

—Está deprimido —observó Terri—. Mel, ¿por qué no te tomas una pastilla?

Mel sacudió la cabeza.

—He tomado todo lo que hay.

—A todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando —dije.

—Hay gente que las necesita desde que nace —comentó Terri. Frotaba con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de hacerlo.

—Creo que me apetece llamar a mis hijos —dijo Mel—. ¿Os importa? Voy a llamar a mis hijos.

Terri le avisó:

—¿Y si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos, ¿os hemos hablado de Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie. Te hará sentirte peor.

—No quiero hablar con Marjorie —reconoció Mel—. Pero quiero hablar con mis hijos.

—No pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su ex mujer vuelva a casarse. O de que se muera —explicó Terri—. En primer lugar —afirmó—, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es sólo para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños. Así que Mel mantiene también al novio.

—Marjorie es alérgica a las abejas —contó Mel—. Cuando no rezo para que vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre de abejas y la mate a aguijonazos.

—Qué vergüenza —dijo Laura.

—Bzzzzz —susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las manos a ambos lados.

Es perversa —dijo Mel—. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.

Cruzó las piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la barbilla en el hueco de las manos.

—Puede que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?

—A mí me parece bien —asentí—. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir hasta que anochezca.

—¿Qué quieres decir, cariño? —preguntó Laura.

—Exactamente lo que he dicho —respondí—. Que podría seguir. Eso es todo lo que he dicho.

—Pues yo comería algo —confesó Laura—. Creo que no he tenido tanta hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?

—Sacaré queso y galletas —dijo Terri.

Pero Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada. Mel volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.

—Se acabó la ginebra —anunció.

—¿Y ahora qué? —dijo Terri.

Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.

Raymond Carver, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, 1981

Raymond Carver

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(1) Mel dice vessels (vasijas, navios) en lugar de vassals (vasallos). La confusión es en inglés quizá venial merced a la gran similitud fonética entre ambos vocablos. En castellano, sin embargo, al no existir una palabra susceptible de confundirse verosímil y equiparablemente con «vasallo», se ha juzgado inevitable recurrir a una deformación —harto forzada— de la palabra misma. (N. del T.)

Edgar Allan Poe (Jorge Luis Borges)

http://harlanmag.files.wordpress.com/2014/04/edgar_allan_poe_2_retouched_and_transparent_bg.pngDetrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma. Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable – Was it not Fate, that, on this July midnight – honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore. Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, sin bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry. Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe. Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valery, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.

Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.

Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

La Nación (Buenos Aires), 2 de octubre de 1949

http://3.bp.blogspot.com/-YTlz9-gOF70/UG1Ewt7w9tI/AAAAAAAAAcg/gSmf_8H4fLE/s1600/Borges+en+la+casa+y+tumba+de+Edgar+Allan+Poe+(Filadelfia,+1983).jpg

Un film abrumador (Jorge Luis Borges)

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Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: Un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad; en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que su niñez ha jugado! El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso film The power and the glory. La rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo. Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias. (Corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton —The head of Caesar, creo— el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.

Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como en las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.

Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como «perduran» ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.

Sur, Buenos Aires, año X, N° 83, agosto de 1941.

Las mejores películas del 2014

Año con año la cinematografía nos conduce a planos insospechados. Desde los blockbusters más elaborados –Guardians of the Galaxy, Interstellar– hasta las pequeñas joyas minimalistas –Club Sándwich, Under the skin-, el cine siempre resguarda para nosotros una inusitada sorpresa. Este año 2014 no fue la excepción. En el ámbito de la comedia, destacaron admirablemente películas como Nebraska de Alexander Payne, The Grand Budapest Hotel de Wes Anderson, St. Vincent de Theodore Melfi, Why don’t you play in hell? de Sion Sono, Relatos Salvajes de Damián Szifrón y Magic in the moonlight del veterano Woody Allen. El terreno del drama se vio presidido por la filosóficamente devastadora Winter Sleep del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan, por la entrañable Her de Spike Jonze y por la melancólicamente festiva La Grande Bellezza del italiano Paolo Sorrentino. La cinematografía de vanguardia estuvo a cargo de Adieu au langage del legendario Jean-Luc Godard, de L’écume des jours de Michel Gondry y de la elegantemente perturbadora Borgman de Alex van Warmerdam. El thriller marcó la pauta con Tom á la ferme del joven prodigio Xavier Dolan, con la increíble Gone Girl de David Fincher y con la escalofriante Maps to the stars del genio David Cronenberg. Entre las mejores películas del género fantástico figuraron Only lovers left alive del dios independiente Jim Jarmusch, la hermosa Upstream Color de Shane Carruth y la deslumbrante Under the skin de Jonathan Glazer. Las grandes ausencias -o películas que no vi porque no se estrenaron en México- fueron Boyhood de Richard Linklater, Jauja de Lisandro Alonso, Cavalo Dinheiro de Pedro Costa, Hard to Be a God de Aleksei German y Whiplash de Damien Chazelle. Escrito lo anterior, sólo me queda invitarlos a que exploren el universo cinematográfico este nuevo año y que se abandonen, aunque sea un momento, a la inexorable y catártica magia de la pantalla grande.

A continuación mi lista con las diez películas imperdibles del 2014:

10. Gone Girl (David Fincher): En esta película, el magnífico David Fincher ejecuta una vez más lo que mejor sabe hacer: adaptar obras literarias al cine. Lo hizo bien con «Fight Club», lo hizo bien con «The curious case of Benjamin Button», lo vuelve hacer bien con la novela homónima de Gillian Flynn, «Gone Girl». (Hasta me gustó la actuación de Ben Affleck.):

9. Relatos Salvajes (Damián Szifrón): Sospecho que la mejor forma de criticar a una sociedad es a través de la comedia. Con «Relatos Salvajes» nos reímos, pero también nos sentimos identificados. El director argentino recaba las situaciones cotidianas (y absurdas) que conducen al ser humano de la sensatez al salvajismo. ¿A quién no le gustaría hacer lo que en un momento memorable de la película hace el Ingeniero «Bombita»? Filme divertido de principio a fin:

8. Maps to the stars (David Cronenberg): Los mecanismos que mantienen en movimiento a la industria cinematográfica más poderosa del mundo no siempre son los más inofensivos. Detrás de las caras bonitas y los salarios multimillonarios se albergan las pasiones más oscuras, las conciencias más desequilibradas. «Mapa a las estrellas» es un filme escalofriante. Cronenberg sigue siendo un maldito genio:

7. Under the skin (Jonathan Glazer): ¿Qué sucede cuando una hermosa y taciturna alienígena comienza a experimentar sentimientos humanos? El sofisticado Jonathan Glazer intenta responder esa pregunta con su deslumbrante y poética «Bajo la piel». Una de las mejores interpretaciones de Scarlett Johansson:

6. Her (Spike Jonze): El amor, la tecnología y la extraordinaria actuación de Joaquin Phoenix hacen de «Ella» una película inolvidable. Esta inusual historia de amor me hizo sentir verdaderamente feliz. Me parece que Jonze alcanza con «Her» la perfección cinematográfica:

5. Why don’t you play in hell? (Sion Sono): En la actualidad, los mejores argumentos cinematográficos se gestan en las mentes asiáticas. Kim Ki-duk, Hirokazu Koreeda y Sion Sono son prueba de ello. «Vamos a jugar al infierno» es una película hilarante. Mutilaciones, muertes, ríos de sangre por doquier. Es Quentin Tarantino al cubo. Cuando vi esta comedia sangrienta, no cabía de la risa. Ni Takashi Miike ha elaborado una parodia tan delirante de las organizaciones yakuzas:

4. The Grand Budapest Hotel (Wes Anderson): Wes Anderson ha hecho de su cinematografía un arte minucioso. Cada plano revela una perfección intrínseca. Cuando uno comienza a ver una película de Anderson, sabe que acaba de ingresar en un mundo fantástico del que será casi imposible escapar. «El Gran Hotel Budapest» es a primera vista una lúdica narración policial. Una metalectura devela el extraordinario universo poético al que el director norteamericano agradablemente nos adentra:

3. Only lovers left alive (Jim Jarmusch): No es ninguna novedad que el cine de Jarmusch esté atestado de referencias librescas. Lo que me parece realmente valioso de «Sólo los amantes sobreviven» es que las referencias bibliográficas, musicales e históricas sean los móviles de un par de vampiros enamorados: Adam y Eve (Adán y Eva). Incluso Adam, el vampiro romántico suicida de la historia, posee un altar en el que figuran, entre otros, los retratos de Franz Kafka, Edgar Allan Poe y Nikola Tesla. Obra cumbre del cine de vampiros:

2. Borgman (Alex van Warmerdam): En algún lugar leí que «Borgman» no era mejor película porque Michael Haneke había filmado algunos años atrás la desconcertante «Funny Games». Lo cierto es que ambas películas son obras maestras del género conocido como home invasion y del cine en general. «Borgman» juega con el espectador. Lo golpea, le insinúa cosas y al final aniquila sus conjeturas. No sabemos nada, toda la historia se urde en los desquiciados confines de nuestra fantasía:

1. Winter Sleep (Nuri Bilge Ceylan): Cuando hace un año la insípida «La vida de Adéle» consiguió la prestigiosa Palma de Oro en el Festival de Cannes, desvaloré muchísimo el certamen. Sin embargo, este año mi fe se vio renovada cuando el jurado concedió el primer galardón a la poéticamente devastadora «Sueño de invierno». Más allá de los diálogos memorables acerca de la filantropía, el mal, la desdicha, el aburrimiento y la hipocresía, lo que hizo que considerara esta película como mi filme preferido del año fue el apenas perceptible tratamiento del amor como acontecimiento inalcanzable. ¿Alguien sabe si el protagonista contacta (físicamente) a su esposa a lo largo de las casi tres horas y media que dura el largometraje? Historia rebosante de símbolos. Casi como si leyéramos un cuento de Antón Chéjov:

Menciones especiales:

*Adieu au langage (Jean-Luc Godard): Tour de force cinematográfico. Godard experimenta con todas las posibilidades de la imagen en 3D. Bella, poética, vanguardista.

*La Grande Bellezza (Paolo Sorrentino): Esteticismo puro. Oscar Wilde se sentiría muy orgulloso de este magnífico canto a la belleza.

*St. Vincent (Theodore Melfi): Entrañable y conmovedora. Bill Murray sigue brindando extraordinarias actuaciones. El pequeño Jaeden Lieberher es toda una revelación.

*Nebraska (Alexander Payne): Admirable, espléndida, divertida. Una comedia sofisticada que aborda los universales temas de la paternidad y la vejez.

            

¿Qué fue eso? (Fitz-James O’Brien)

Siento grandes escrúpulos, lo confieso, al abordar la extraña narración que estoy a punto de relatar. Los acontecimientos que me propongo detallar son de una índole tan singular que estoy completamente seguro de suscitar desacostumbradas dosis de incredulidad y desprecio. Las acepto de antemano. Confío en tener el suficiente valor literario para afrontar el escepticismo. Tras madura reflexión, he decidido narrar, de la manera mas sencilla y sincera que me sea posible, ciertos hechos misteriosos que pude observar el pasado mes de julio, y que no tienen precedentes en los anales de la física.

Vivo en Nueva York, en el número… de la calle Veintiséis. En cierto modo es una casa un tanto singular. Ha gozado en los dos últimos años de la fama de estar habitada por espíritus. Se trata de un enorme e impresionante edificio, rodeado de lo que antaño fuera un jardín, pero que ahora no es mas que un espacio verde destinado a tender al sol la colada.

La seca taza de lo que fue una fuente, y unos pocos frutales descuidados y sin podar, denotan que el lugar fue en otros tiempos un agradable y sombreado refugio, lleno de flores y frutos y del suave murmullo de las aguas. La casa es muy amplia. Un vestíbulo de majestuosas proporciones conduce a una amplia escalera de caracol, y las demás habitaciones son, igualmente, de impresionantes dimensiones. Fue construida hace unos quince o veinte años por el Sr. A., conocido hombre de negocios de Nueva York, que cinco años atrás sembró el pánico en el mundo de las finanzas a causa de un formidable fraude bancario. Como todos saben, el Sr. A. escapó a Europa y poco después murió de un ataque al corazón. Tan pronto como la noticia de su fallecimiento llegó a este país y fue debidamente verificada, corrió el rumor por la calle Veintiséis de que la casa número… estaba encantada.

La viuda del anterior propietario fue legalmente desposeída de la propiedad, la cual desde entonces fue únicamente habitada por un guarda y su mujer, puestos allí por el agente inmobiliario a cuyas manos había pasado para su alquiler o venta. El matrimonio declaró sentirse perturbado por ruidos sobre naturales. Las puertas se habrían solas. El escaso mobiliario disperso aún en las diferentes habitaciones era apilado durante la noche por manos desconocidas. Pies invisibles subían y bajaban la escalera en pleno día, acompañados del crujir de vestidos de seda igualmente invisibles, y del deslizar de imperceptibles manos a lo largo de la imponente balaustrada. El guardia y su mujer afirmaron no querer vivir mas tiempo en aquel lugar. El agente inmobiliario se rió, los despidió y puso a otros en su puesto. Los ruidos y las manifestaciones sobrenaturales continuaron. La historia se difundió por el vecindario, y la casa permaneció desocupada durante tres años. Varias personas trataron de alquilarla. Pero, de una forma u otra, antes de cerrar el trato se enteraban de los desagradables rumores y rehusaban concluir la operación.

Así estaban las cosas cuando mi patrona, que en aquel tiempo dirigía una casa de huéspedes en Bleecker Street y deseaba trasladarse más al centro de la ciudad, concibió la audaz idea de alquilar el número… de la calle Veintiséis. Como quiera que sus huéspedes éramos personas más bien animosas y sensatas, nos expuso su plan, sin omitir lo que había oído acerca de las características fantasmagóricas del edificio a donde deseaba que nos trasladásemos.. A excepción de dos personas timoratas -un capitán de barco y un diputado californiano, que nos notificaron de inmediato su marcha- los restantes huéspedes de la Sra. Moffat declaramos que la acompañaríamos en su caballeresca incursión en el reino de los espíritus.

La mudanza se llevó a cabo en el mes de mayo, y quedamos todos encantados con nuestra nueva residencia. La zona de la calle Veintiséis donde estaba situada nuestra casa, entre la Séptima y la Octava Avenida, es uno de los lugares más agradables de Nueva York. Los jardines traseros de las casas, que casi descienden hasta el Hudson, forman en verano una verdadera avenida cubierta de vegetación. El aire es puro y estimulante, dado que llega directamente de las colinas de Weehawken a través del río. Incluso en el descuidado jardín que rodea la casa, aunque en los días de colada muestre demasiados tendederos, ofrece no obstante un poco de césped que contemplar y un fresco refugio donde fumarse un cigarro en la oscuridad observando los destellos de las luciérnagas entre la crecida hierba.

Por supuesto, nada más instalarnos en el número… de la calle Veintiséis empezamos a esperar la aparición de los fantasmas. Aguardábamos su llegada con auténtica impaciencia. Nuestras conversaciones en la mesa versaban sobre lo sobrenatural. Uno de los huéspedes que había adquirido para su propio deleite El lado oscuro de la naturaleza de la Sra. Crowe, fue considerado enemigo público número uno del resto de la casa por no haber comprado veinte ejemplares más. El pobre llevó una vida tristísima mientras leía el libro. Estableciéndose una red de espionaje en torno suyo. Si tenía la imprudencia de dejar el libro por un instante y abandonar su habitación, nos apoderábamos inmediatamente de él y lo leíamos en voz alta en lugares secretos ante un auditorio selecto. No tardé en convertirme en un personaje importante cuando se descubrió que estaba bastante versado en el campo de lo sobrenatural, y que en una ocasión había escrito un cuento cuyo protagonista era un fantasma. Si por casualidad crujía una mesa o un panel del zócalo de madera cuando estábamos reunidos en el amplio salón, inmediatamente hacíase el silencio, y todos esperábamos oír un rechinar y ver una figura espectral.

Después de un mes de tensión psicológica, nos vimos obligados a admitir de mala gana que no había sucedido nada que pareciese ni remotamente fuera de lo normal. En cierta ocasión, el mayordomo negro aseveró que una noche su vela había sido apagada de un soplo por un ser invisible mientras se desnudaba. pero como yo había descubierto más de una vez a este caballero de color en un estado en el que una vela debía parecerle doble, supuse que, habiéndose excedido aún más en sus libaciones, podía haberse invertido el fenómeno y ahora no veía ninguna donde tenía que haber percibido una.

Así estaban las cosas cuando tuvo lugar un incidente tan espantoso e inexplicable que mi razón vacila con sólo recordarlo. Fue el diez de julio. Terminada la cena acudí al jardín con mi amigo el doctor Hammond para fumar mi acostumbrada pipa vespertina. Aparte de cierta afinidad intelectualmente el doctor y yo, nos unía el mismo vicio. Ambos fumábamos opio. Cada uno de nosotros conocía el secreto del otro y lo respetaba.

Compartíamos esa maravillosa expansión del pensamiento, esa prodigiosa agudización de las facultades perceptivas, esa ilimitada sensación de existir que nos da la impresión de estar en íntimo contacto con el universo entero. En resumen, esa inimaginable dicha espiritual, que no cambiaría por un trono, pero que deseo, amable lector, que nunca jamas experimentes.

Aquellas horas de éxtasis proporcionado por el opio, que el doctor y yo pasábamos juntos en secreto, estaban reguladas con precisión científica. No fumábamos irreflexivamente aquella droga paradisíaca, abandonando nuestros sueños al azar, sino que dirigíamos con cuidado nuestra conversación por los más luminosos y tranquilos cauces del pensamiento. Hablábamos de Oriente, procurando imaginar la magia de sus deslumbrantes paisajes. Comentábamos a los poetas más sensuales, aquellos que describían una vida saludable, rebosante de pasión, dichosa de poseer juventud, fuerza y belleza. Si hablábamos de La Tempestad de Shakespeare, nos concentrábamos en Ariel, enviado a Calibán. Al igual que los güebros, volvíamos nuestras miradas a Oriente, y sólo contemplábamos el aspecto risueño del universo.

El hábil colorido de nuestros pensamientos determinaba un tono adecuado a nuestras ulteriores visiones. Los esplendores de la mágica Arabia teñían nuestros sueños. Recorríamos esa angosta franja de verdor con paso majestuoso y porte real. El croar de la rana arbórea al aferrarse a la corteza del áspero ciruelo nos parecía música celestial. Casas, paredes y calles se desvanecían como nubes de verano, y paisajes de indescriptible belleza se extendían ante nosotros. Era aquella una camaradería desbordante. Disfrutábamos más intensamente de aquellas inmensas delicias porque, aún en los momentos de mayor éxtasis, éramos conscientes de nuestra mutua presencia. Nuestros placeres, aunque individuales, eran sin embargo gemelos; vibraban y crecían en exacta armonía.

Durante la velada en cuestión, el diez de julio, el doctor y yo nos dejamos llevar por insólitas especulaciones metafísicas. Encendimos nuestras largas pipas de espuma de mar, repletas de exquisito tabaco turco, en medio del cual ardía una diminuta bola negra de opio que, como la nuez del cuento de hadas, encerraba en sus estrechos límites maravillas fuera del alcance de los reyes. Mientras conversábamos, paseamos de un lado para otro. Una extraña perversidad dominaba el curso de nuestros pensamientos. Nos solían fluir estos por los luminosos cauces por los que tratábamos de encauzarlos. Por alguna inexplicable razón, se desviaban continuamente por oscuros y solitarios derroteros, donde las tinieblas habían sentado sus reales. En vano nos lanzábamos a las costas de Oriente, según la vieja costumbre, y evocábamos sus alegres bazares, el esplendor de la época de Harún, los harenes y los palacios dorados. Negros ifrits surgían incesantemente de las profundidades de nuestra plática, y crecían, como aquél que el pescador liberó de la vasija de cobre, hasta oscurecer cuanto brillaba ante nuestros ojos. Insensiblemente cedimos a la fuerza oculta que nos dominaba, dejándonos levar por sombrías especulaciones.

Llevábamos algún tiempo hablando de la tendencia al misticismo del espíritu humano y de la afición casi universal por lo atroz, cuando Hammond me dijo repentinamente:

-¿Qué es, a tu juicio, lo más terrorífico que existe? -La pregunta me desconcertó. Sabía que había muchas cosas espantosas. tropezar con un cadáver en la oscuridad. O contemplar, como me sucedió a mí en cierta ocasión, a una mujer arrastrada por un abrupto y rápido río, agitando frenéticamente los brazos, con el rostro descompuesto, y lanzando chillidos que le partían a uno el corazón, en tanto que los espectadores permanecían paralizados por el terror, desde una venta a sesenta pies de altura, incapaces de hacer el más mínimo esfuerzo para salvarla, observando en silencio, no obstante, el último y supremo estertor de su agonía y su consiguiente desaparición bajo las aguas. Los restos de un naufragio, sin vida aparente a bordo, flotando indiferentemente en medio del océano, constituyen un espectáculo terrible, pues sugieren un terror descomunal de proporciones desconocidas. Por ello aquella noche por vez primera se me ocurrió pensar que tenía que haber una suprema y primordial encarnación del miedo, un terror soberano ante el cual todos los demás deben rendirse. ¿Cuál podía ser? ¿A qué cúmulo de circunstancias podía deber su existencia?

-Te confieso, Hammond -respondía a mi amigo-, que hasta ahora nunca había considerado esa cuestión. Presiento que de haber algo mas terrible que todo lo demás. Sin embargo, me resulta imposible definirlo, siquiera vagamente.

-A mí me ocurre algo parecido, Harry -contestó-. Presiento que soy capaz de experimentar un terror mayor que todo lo que la mente humana puede concebir; algo que combine, en espantosa y sobrenatural amalgama, elementos tenidos hasta ahora como incompatibles. El clamor de voces en Wielan, novela de Brockden Brown, es algo terrible. Lo mismo que la descripción del Morador del Umbral en Zanoni, de Bulder. Pero – añadió, agitando la cabeza melancólicamente- hay algo más horrible que todo eso.

-Escucha, Hammond -expliqué yo-, abandonemos este tipo de conversación, ¡por el amor de Dios!

-No sé lo que me pasa esta noche -me respondió-, pero por mi mente pasan toda clase de pensamientos misteriosos y espantosos. Me parece que es noche podría escribir un cuento como los de Hoffman, si poseyera al menos un estilo literario.

-Bueno, si vamos a ponernos hoffmanescos en nuestra charla, me voy a la cama. El opio y las pesadillas no deben mezclarse nunca. ¡Qué sofoco! Buena noches Hammond.

-Buenas noches, Harry. Que tengas sueños agradables.

-Y tú, pájaro del mal agüero, que sueñes con ifrits gules y brujos.

Nos separamos y cada uno buscó su cámara respectiva. Me desvestí con presteza y me metí en la cama, cogiendo, como de costumbre, un libro para leer un poco antes de dormirme. Abrí el volumen apenas hube apoyado la cabeza en la almohada, pero enseguida lo arrojé al otro extremo de la habitación. Era la Historia de los monstruos, de Goudon, una curiosa obra francesa que me habían enviado recientemente desde París, pero que, dado el estado de ánimo en que me encontraba, era la compañía menos indicada.

Debí dormirme sin más; de modo que, bajando el gas hasta dejar solamente un resplandor azulado en lo alto del muro, me dispuse a descansar. La habitación estaba completamente a oscuras. la débil llama que todavía permanecía encendida apenas alumbraba a una distancia de tres pulgadas en torno a la lámpara. Desesperadamente me tapé los ojos con un brazo, como para librarme incluso de la oscuridad, y traté de no pensar en nada. Todo fue inútil. Los malditos temas que Hammond había tratado en el jardín no cesaban de agitarse en mi cerebro. Luché contra ellos. Erigí murallas mentales, traté de poner en blanco mi mente a fin de mantenerlos alejados, pero seguían agolpándose sobre mi. Mientras yacía como un cadáver, con la esperanza de que una completa inactividad física aceleraría mi reposo mental, ocurrió un espantoso accidente. Algo pareció caer del techo sobre mi pecho y un instante después sentí que dos manos húmedas rodeaban mi garganta, intentando estrangularme.

No soy cobarde y además poseo una considerable fuerza física. Lo imprevisto del ataque, en lugar de aturdirme, templó al máximo mis nervios. Mi cuerpo reaccionó instintivamente antes de que mi cerebro tuviera tiempo de percatarse del horror de la situación. Inmediatamente rodeé con mis musculosos brazos a la criatura y la apreté contra mi pecho con toda la fuerza de la desesperación. En pocos segundos la huesudas manos que se aferraban a mi garganta aflojaron su presa y volví a respirar libremente. Comenzó entonces una lucha atroz. Inmerso en la más profunda oscuridad, ignorando por completo la naturaleza de aquello que me había atacado tan repentinamente, sentí que la presa se me escapaba de las manos, aprovechando, según me pareció, su completa desnudez. Unos dientes afilados me mordían en los hombros, el cuello y el pecho, teniendo que protegerme la garganta, a cada momento, de un par de vigorosas y ágiles manos, que no lograba apresar ni con los mayores esfuerzos. Ante tal cúmulo de circunstancias, tenía que emplear toda la fuerza, la destreza y el valor de que disponía.

Finalmente, después de una silenciosa, encarnizada y agotadora lucha, logré abatir a mi asaltante a costa de una serie de esfuerzos increíbles. Una vez que los tuve inmovilizado, con mi rodilla sobre lo que consideré debía ser su pecho, comprendí que había vencido. descansé unos instantes para tomar aliento. Oía jadear en la oscuridad a la criatura que tenía debajo y sentía los violentos latidos de su corazón. por lo visto estaba tan exhausta como yo; eso fue un alivio. En ese momento recordé que antes de acostarme solía guardar bajo la almohada un pañuelo grande de seda amarilla. Inmediatamente lo busqué a tientas: allí estaba. En pocos segundos até de cualquier forma los brazos de aquella criatura.

Me sentía entonces bastante seguro. No tenía más que avivar el gas y, una vez visto quién era mi asaltante nocturno, despertar a toda la casa. Confesaré que un cierto orgullo me movió a no dar la alarma antes; quería realizar la captura yo solo, sin ayuda de nadie. Sin soltar la presa ni un instante, me deslicé de la cama al suelo, arrastrando conmigo a mi cautivo. Sólo tenía que dar unos pasos para alcanzar la lámpara de gas. Los di con la mayor cautela, sujetando con fuerza a aquella criatura como en un torno de banco. Finalmente, el diminuto punto de luz azulada que me indicaba la posición de la lámpara de gas quedó al alcance de mi mano. Rápido como el rayo, solté una mano de la presa y abrí todo el gas. Seguidamente me volví para contemplar a mi prisionero.

No es posible siquiera intentar definir la sensación que experimenté después de haber abierto el gas. Supongo que debí gritar de terror, puesen menos de un minuto se congregaron en mi habitación todos los huéspedes de la casa. Aún me estremezco al pensar en aquel terrible momento. ¡No vi nada! Tenía, si, un brazo firmemente aferrado en torno a una forma corpórea que respiraba y jadeaba, y con la otra mano apretaba con todas mis fuerzas una garganta tan cálida y, en apariencia, tan carnal como la mía; y, a pesar de aquella sustancia viva apresada entre mis brazos, de aquel cuerpo apretado contra el mío ¡no percibí absolutamente nada al brillante resplandor del gas! Ni siquiera una silueta, ni una sombra.

Aún ahora no acierto a comprender la situación en la que me encontraba. No puedo recordar por completo el asombroso incidente. En vano trata la imaginación de explicarse aquella atroz paradoja. Aquello respiraba. Notaba su cálido aliento en mis mejillas. Se debatía con ferocidad. Tenía manos: me habían agarrado. Su piel era tersa como la mía. Aquel ser estaba ahí, apretado contra mí, firma como una piedra, y sin embargo ¡completamente invisible!

Me sorprende que no me desmayara o perdiera la razón en el acto. Algún milagroso instinto debió sostenerme, porque, en lugar de aflojar mi presión en torno a aquel terrible enigma, el horror que sentí en aquel momento pareció darme nuevas fuerzas, y estreche mi presa con tanto vigor que sentí estremecerse de angustia a aquel ser. En aquel preciso momento, Hammond entró en mi habitación al frente del resto de los huéspedes. Apenas vio mi rostro – que, supongo, debía presentar un aspecto espantoso- se precipitó hacia mí gritando:

-¡Cielo santo, Harry! ¿Qué ha pasado?

-¡Hammond, Hammond! -exclamé-. Ven aquí. ¡Ah, es terrible! He sido atacado en mi cama por algo que tengo sujeto pero no puedo ver. ¡No puedo verlo!

Sobrecogido sin duda por el horror no fingido que se leía en mi rostro, Hammond dio dos pasos hacia delante con expresión anhelante y confusa. El resto de los visitantes prorrumpió en una risa entre dientes, perfectamente audible. Aquella risa contenida me puso furioso. ¡Reírse de un ser humano en mi situación! Era la peor de las crueldades. Hoy puedo comprender que el espectáculo de un hombre luchando violentamente contra, al parecer, el vacío, y pidiendo ayuda para protegerse de una visión, pudiera parecer ridículo. Pero en aquel momento fue tanta mi rabia contra aquel infame grupo de burlones que, si hubiera podido, les habría golpeado a todos allí mismo.

-¡Hammond, Hammond! -grité de nuevo con desesperación-. ¡Por el amor de Dios, ven en seguida! No puedo sujetar… esta cosa por mucho mas tiempo. Me está venciendo. ¡Socorro! ¡Ayúdame!

-Harry -susuró Hammond acercándose a mi-. Has fumado demasiado opio.

-Te juro, Hammond, que no se trata de una alucinación -respondí, también en voz baja-. ¿No ves cómo sacude todo mi cuerpo de tanto como se agita? Si no me crees, convéncete por ti mismo. ¡Tócala!

Hammond avanzó y puso su mano en el lugar que yo le indiqué. Un insensato grito de horror brotó de sus labios ¡Lo había palpado! Al momento descubrió en algún rincón de mi habitación un trozo largo de cuerda y en seguida lo enrolló y lo ató en torno al cuerpo del ser invisible que yo sujetaba entre mis brazos.

-Harry -dijo con voz ronca y temblorosa, pues, aunque conservaba su presencia de ánimo, estaba profundamente emocionado-. Harry, ahora ya está segura. Puedes soltarla si estas cansado, viejo amigo. Esta Cosa está inmovilizada.

Me encontraba completamente extenuado y abandoné gustoso mi presa. Hammond sostenía los cabos de la cuerda con que había atado al ser invisible y los enrolló alrededor de su mano. Ante él podía contemplar, como si se sostuviera por sí misma, una cuerda entrelazada y apretada alrededor de un espacio vacío. Nunca he visto un hombre tan completamente afectado por el miedo. Sin embargo, su rostro expresaba todo el valor y la determinación que yo sabía que poseía. Sus labios, aunque pálidos, estaban firmemente apretados, y a simple vista se podía percibir que, aunque presa del miedo, no estaba intimidado.

La confusión que se produjo entre los demás huéspedes de la casa se fueron testigos de aquella extraordinaria escena entre Hammond y yo, que contemplaron la pantomima de atar a esa Cosa que forcejeaba y vieron casi desplomarse de agotamiento físico una vez terminada la tarea del carcelero, así como el terror que se apoderó de ellos al ver todo eso, son imposibles de describir. Los más débiles huyeron de la habitación. Los pocos que se quedaron, se agruparon cerca de la puerta y no pudimos convencerles para que se aproximaran a Hammond y su Carga. Por encima de su terror afloraba la incredulidad. No tenían el valor de cerciorarse por si mismos y, sin embargo, dudaban. Fue inútil que rogase a algunos de aquellos que se acercaran y se convencieran por el tacto de la presencia en aquella habitación de un ser vivo e invisible. Eran escépticos pero no se atrevían a desengañarse. Se preguntaban cómo era posible que un cuerpo sólido, vivo y dotado de respiración fuera invisible. He aquí mi respuesta: hice una señal a Hammond y ambos, vencimos nuestra tremenda repugnancia a tocar aquella criatura invisible, la levantamos del suelo, atada como estaba, y la llevamos a mi cama. Pesaba poco más o menos como un chico de catorce años.

-Ahora, amigos míos -dije, mientras Hammond y yo sosteníamos a la criatura en alto sobre la cama-, puedo darles una prueba evidente de que se trata de un cuerpo sólido y pesado que, sin embargo, no pueden ustedes ver. Tengan la bondad de observar con atención la superficie de la cama.

Me asombraba mi propio valor al tratar aquel extraño suceso con tanta serenidad, pero me había sobrepuesto al terror inicial y experimentaba una especie de orgullo científico que conminaba cualquier otro sentimiento. Los ojos de los presentes se posaron inmediatamente en la cama. A una señal dada, Hammond y yo dejamos caer a la criatura. Se oyó el ruido sordo de un cuerpo pesado al caer sobre una masa blanda. Los maderos de la cama crujieron. Una profunda depresión quedo claramente marcada sobre la almohada y el colchón. Los testigos de aquella escena lanzaron un débil grito y huyeron rápidamente de la habitación. Hammond y yo nos quedamos solos con nuestro Misterio.

Durante algún tiempo permanecimos en silencio, escuchando la débil e irregular respiración de la criatura tendida en la cama, y observando cómo removía la ropa de la cama mientras luchaba vanamente por liberarse de las ataduras. Luego Hammond tomó la palabra.

-Harry, esto es espantoso.

-Si, espantoso.

-Pero no inexplicable.

-¿Que no es inexplicable? ¿Qué quieres decir? No ha ocurrido nada parecido desde el origen del mundo. No sé qué pensar, Hammond. ¡Dios quiera que no haya enloquecido y que no sea esto una fantasía insensata!

-Razonemos un poco, Harry. Tenemos aquí un cuerpo sólido que podemos tocar pero no ver. El hecho es tan insólito que nos llena de terror. Sin embargo, ¿acaso no existen fenómenos similares? Tomemos un pedazo de cristal puro. Es tangible y transparente. Una cierta impureza en su composición química es lo único que impide que sea enteramente transparente, hasta el punto de tornarse del todo invisible. En realidad no es teóricamente imposible fabricar un cristal que no refleje ni siquiera un rayo de luz, un cristal tan puro y tan homogéneo en sus átomos que los rayos solares lo atraviesen como pasan a través del aire, es decir, refractados pero no reflejados. No vemos el aire y, sin embargo, lo sentimos.

-Todo eso está muy bien, Hammond, pero se trata de sustancia inanimadas. El cristal no respira y el aire tampoco. Esta cosa tiene un corazón que late, la voluntad que la mueve, pulmones que funcionan, que aspiran y respiran.

-Te olvidas de los fenómenos de que tanto hemos oído hablar últimamente -respondió el doctor gravemente-. En las reuniones llamadas «espiritistas», manos invisibles han sido tendidas a las personas sentadas en torno a la mesa; manos cálidas, carnales, en las que parecía palpitar la vida.

-¿Cómo? ¿Crees tú, entonces, que esta cosa es…?

-Ignoro lo que pueda ser -fue la solemne respuesta-. Pero, el cielo lo permita, con tu ayuda la investigaré a fondo.

Velamos juntos toda la noche, fumando sin parar, a la cabecera de aquel ser sobrenatural que no cesó de agitarse y jadear hasta quedar, al parecer, extenuado. Luego, según pudimos deducir por su débil y regular respiración, se quedó dormido. A la mañana siguiente toda la casa estaba en movimiento. Los huéspedes se congregaron en el umbral de mi habitación; Hammond y yo nos habíamos convertido en celebridades. Tuvimos que contestar a miles de preguntas acerca del estado de nuestro extraordinario prisionero, pero nadie salvo nosotros consintió en poner los pies en el cuarto.

La criatura estaba despierta. Era evidente por la manera convulsiva con que agitaba las ropas de la cama en su esfuerzo por liberarse. Era evidentemente horrendo contemplar las muestras indirectas de aquellas terribles contorsiones y aquellos angustiosos forcejeos invisibles. Hammond y yo habíamos estrujado nuestros cerebros durante esta larga noche a fin de encontrar algún medio que nos permitiese averiguar la forma y el aspecto general de aquel Enigma. Por lo que pudimos deducir pasando nuestras manos a lo largo de la criatura, sus contornos y sus rasgos eran humanos. Tenía boca, una cabeza lisa y redonda sin pelo, una nariz que, empero, sobresalía apenas de las mejillas, y manos y pies como los de un muchacho. Al principio pensamos colocar aquel ser sobre una superficie lisa y trazar su contorno con tiza, del mismo modo que los zapateros trazan el contorno de un pie. Pero desechamos este plan por insuficiente.

Un dibujo de esa clase no nos proporcionaría ni la mas ligera idea de su conformación. Me asaltó una idea feliz. Sacaríamos un molde en escayola. Con ello obtendríamos su figura exacta, u satisfaríamos todos nuestros deseos. Pero ¿cómo hacerlo? Los movimientos de la criatura impedían en modelado de la envoltura plástica y destruirían el molde. Tuve otra idea. ¿Por qué no cloroformizarla? Tenía órganos respiratorios, era evidente por sus resoplidos. Una vez insensibilizada, podríamos hacer con ella lo que quisieramos.

Mandamos llamar al doctor X, y cuando aquel respetable médico su hubo repuesto de su primer estupor, él mismo procedió a administrar el cloroformo. Tres minutos después pudimos quitar las ligaduras del cuerpo de aquella criatura, y un modelista se dedicó afanosamente a cubrir su invisible figura con arcilla húmeda. Cinco minutos más tarde teníamos un molde, y antes de la noche, una tosca reproducción del Misterio. Tenía forma humana; deforme, grotesca y horrible, pero al fin y al cabo humana. Era pequeño: no sobrepasaba los cuatro pies y algunas pulgadas, y sus miembros revelaban un desarrollo muscular sin parangón. Su rostro superaba en fealdad a todo cuanto yo había visto hasta entonces. Ni Gustave Doré, ni Callot, ni Tony Johannor concibieron nunca algo tan horrible. En una de las ilustraciones de este último para Un voyage où il vous plaira, hay un rostro que puede dar una idea aproximada del semblante de esta criatura, aun sin igualarlo. Era la fisonomía que yo hubiera imaginado para un gul. Parecía capaz de alimentarse de carne humana.

Una vez satisfecha nuestra curiosidad, y después de haber exigido a los demás huéspedes que guardaran el secreto, se planteó la cuestión de qué haríamos con nuestro Enigma. Era imposible conservar en casa algo tan horroroso, pero no se podía siquiera pensar en dejar suelto por el mundo un ser tan espantoso. Confieso que hubiera votado gustosamente por la destrucción de esa criatura. Pero ¿quién asumirá la responsabilidad? ¿Quién se encargaría de la ejecución de ese horrible remedo de ser humano? Día tras día discutimos seriamente de la cuestión. Todos los huéspedes abandonaron la casa. La señora Mofftat estaba desesperada y nos amenazó a Hammond y a mi con denunciarnos si no hacíamos desaparecer aquella Abominación. Nuestra respuesta fue:

-Nos iremos si éste es su deseo, pero nos negamos a llevarnos con nosotros esta criatura. Hágala desaparecer usted, si lo desea. Apareció en su casa. Queda bajo su responsabilidad.

Naturalmente no hubo respuesta. La señora Moffat no logró encontrar a nadie que, por compasión o interés, osara a acercarse al Misterio. Lo más extraño de todo este asunto era que ignorábamos por completo cómo se alimentaba habitualmente aquella criatura. Pusimos ante ella todos los alimentos que se nos ocurrió, pero nunca los tocó. Resultaba espantoso estar junto a ella, día tras día, viendo agitarse las sábanas, oyendo su difícil respiración y sabiendo que se estaba muriendo de hambre.

Pasaron diez, doce, quince días y todavía continuaba viviendo. Sin embargo, los latidos de su corazón se debilitaban día a día y casi se habían detenido. Era evidente que la criatura se estaba muriendo por falta de alimento. Mientras duró aquella terrible lucha agónica me sentí fatal. No podía dormir. Por muy horrible que fuera aquella criatura, era penoso pensar en los tormentos que estaba sufriendo.

Finalmente murió. Una mañana Hammond y yo la encontramos fría y rígida sobre la cama. Su corazón había dejado de latir, y sus pulmones de respirar. Nos apresuramos a enterrarla en el jardín. Fue un extraño entierro arrojar aquél cadáver invisible a la húmeda fosa. Doné el molde de su cuerpo al doctor X, que lo conserva todavía en su museo de la calle Décima.

He escrito este relato del suceso más insólito del que he tenido conocimiento, porque estoy a punto de emprender un largo viaje del que nunca regresaré.

Fitz-James O’Brien, La lente de diamante y otros cuentos (1859)

Fitz-James O’Brien

El Nuevo Acelerador (H. G. Wells)

Ciertamente, si alguna vez un hombre encontró una guinea cuando estaba buscando un alfiler, ése fue mi buen amigo, el profesor Gibberne. Yo ya había tenido noticias de investigadores que se pasan de la raya, pero jamás hasta el punto al que él ha llegado. Realmente ha descubierto, al menos esta vez y sin la más leve pincelada de exageración en la frase, algo que revolucionará la vida humana. Y lo ha conseguido cuando estaba buscando simplemente un estimulante general del sistema nervioso para levantar el ánimo de las personas abatidas por las tensiones de estos tiempos agresivos. Yo he probado ya la droga varias veces, y no se me ocurre nada mejor que describir el efecto que dicha sustancia ha provocado en mí. Resulta cada vez más evidente que nos esperan experiencias sorprendentes en la investigación de nuevas sensaciones.

El profesor Gibberne, como mucha gente sabe, es vecino mío en Folkestone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos correspondientes a diferentes épocas de su vida en el Strand Magazine, creo que hacia finales del año 1899; pero me resulta imposible comprobarlo porque he prestado ese volumen a alguien que no me lo ha devuelto. Es posible que el lector recuerde la alta frente y las largas cejas negras que daban a su rostro un toque tan mefistofélico. Vive en una de esas agradables casitas inde-pendientes de estilo mixto que hacen tan peculiar el extremo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado flamenco y el pórtico árabe, y es precisamente en la habitación que tiene un mirador donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde tantas noches hemos fumado y conversado juntos. El profesor es un terrible charlatán, pero, además, le gusta conversar conmigo acerca de su trabajo. Es uno de esos hombres que encuentran ayuda y estímulo en la conversación, y gracias a ello me ha sido posible asistir directamente a la concepción y desarrollo del Nuevo Acelerador desde una etapa muy temprana. Desde luego, la mayor parte del trabajo experimental no se realizaba en Folkestone, sino en Gower Street, en el nuevo e imponente laboratorio contiguo al hospital, que el profesor había sido el primero en utilizar.

Como todo el mundo sabe, o mejor dicho, como todas las personas inteligentes saben, la especialidad en que Gibberne ha adquirido una reputación tan grande y merecida entre los fisiólogos, es precisamente la de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso. En lo que se refiere a soporíferos, sedantes y anestésicos es, según me han informado, inigualable. Es también una notable eminencia en química, y supongo que en la sutil e intrincada jungla de enigmas que se aglutinan en torno a la célula ganglionar y las fibras vertebrales, sus trabajos han despejado pequeños espacios, pequeños claros en los que ahora penetra la luz, y que, hasta el momento en que crea conveniente publicarlos, permanecerán inaccesibles al resto de los mortales. En los últimos años se ha concentrado con especial dedicación en el problema de los estimulantes nerviosos, con los que había cosechado éxitos importantes antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle al menos tres reconstituyentes distintos y absolutamente inocuos, de incomparable valor para los individuos activos. En los casos de agotamiento, la mixtura conocida como «Jarabe B de Gibberne» ha salvado ya, supongo, más vidas que cualquier bote de rescate de la costa.

-Pero ninguna de estas limitadas fórmulas ha conseguido satisfacerme todavía -me dijo hace casi un año-. O bien incrementan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente incrementan la energía disponible reduciendo la conductividad nerviosa; y todas ellas actúan de forma desigual y local. Una estimula el corazón y las vísceras, pero deja el cerebro en estado de estupefacción; otra consigue imitar el efecto del champán, pero causa trastornos en el plexo solar. Y lo que yo quiero, y lo que, si es humanamente posible, pretendo obtener, es una droga que estimule todo el sistema, que te despierte durante un tiempo desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie, y que te haga dos o tres veces superior a los demás. ¿Comprendes? Ese es el efecto que persigo.

-Ese efecto fatigaría a un hombre -dije.

-Sin duda. Y comerías el doble o el triple, y cosas así. Pero piensa en lo que tal cosa significaría. Imagínate a ti mismo con un frasquito como éste -cogió una frasquito de cristal verde y remarcó sus palabras con él-, y que en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar dos veces más rápido, de moverte con el doble de velocidad, de realizar el doble de trabajo en un tiempo determinado del que realizarías de forma normal.

-Pero, ¿es posible una cosa semejante?

-Creo que sí. Si no lo es, he desperdiciado el tiempo durante un año. Estas diferentes preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar que algo de esta clase… Creo que sería posible conseguir una aceleración una vez y media superior a la normal.

-Sería posible -dije.

-Si fueras un hombre de estado en un apuro, por ejemplo, y el tiempo corriese en contra tuya, tendrías que hacer algo con urgencia, ¿no?

-Podría administrar una dosis al secretario privado -dije.

-Y ganar el doble de tiempo. Y supónte, por ejemplo, que quieres terminar un libro.

-Generalmente -dije- deseo no haberlos empezado nunca.

-O un doctor, que tiene que luchar contra la muerte y necesita concentrarse y reflexionar sobre un caso. O un abogado… O una persona que tiene que empollar para un examen.

-Valdría una guinea la gota -dije-, o más… para hombres como esos.

-Y en un duelo también -dijo Gibberne-, donde todo depende de tu velocidad en apretar el gatillo. -O en la esgrima -sugerí.

-Mira -dijo Gibberne-, si lo consigo con una droga de estimulación general, realmente no causará ningún daño, excepto que tal vez te haga envejecer más rápido, en un grado infinitesimal. Habrás vivido exactamente el doble que los demás…

-Supongo -reflexioné- que en un duelo… ¿Sería honesto?

-Esa es una pregunta para los padrinos -dijo Gibberne.

Volví al tema del que nos habíamos alejado.

-¿Y crees realmente que una cosa semejante es posible? -dije.

-Tan posible -dijo Gibberne, y miró por la ventana hacia algo que pasaba vibrando- como un ómnibus. De hecho…

Hizo una pausa y me sonrió astutamente; después golpeó suavemente el borde de su mesa con el frasquito verde.

-Creo que conozco la sustancia… Ya he conseguido resultados prometedores.

La nerviosa sonrisa que afloró sobre su rostro traicionó la gravedad de su revelación. Rara vez hablaba de sus actuales trabajos experimentales, a menos que estuviera muy cerca del fin.

-Y puede ser, puede ser… no me sorprendería… que la velocidad sea superior al doble, incluso.

-Sería algo realmente grande -aventuré.

-Sería, creo, algo realmente grande.

Pero no creo que se hiciera una idea de lo grande que iba a ser al final.

Recuerdo que después de aquello hablamos muchas veces sobre la droga. La llamaba el «Nuevo Acelerador», y en cada ocasión su tono se hacía más confidencial. Algunas veces hablaba nerviosamente de resultados fisiológicos inesperados que podían desprenderse de su uso, y entonces se quedaba algo preocupado; otras se mostraba francamente mercenario y discutíamos larga y apasionadamente sobre la manera de darle a la fórmula un enfoque comercial.

-Es una cosa muy buena -decía Gibberne-, una cosa tremenda. Sé que estoy dándole al mundo algo importante, y creo que lo único razonable que podemos esperar es que el mundo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero, de todos modos, creo que debo tener el monopolio de la droga durante… diez años, digamos. No veo por qué razón todas las diversiones de la vida han de tocarles a los tratantes de jamones.

Mi interés por la prometedora droga no decayó con el tiempo, ciertamente. Siempre he tenido una extraña inclinación hacia la metafísica. He sido siempre aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne estaba preparando nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre que se administrara repetidamente dosis de una droga semejante: viviría una vida activa y sin precedentes, sin duda, pero sería adulto a los once años, de mediana edad a los veinticinco y, hacia los treinta, estaría bien adentrado en el camino de la decadencia senil. Me parecía que Gibberne había llegado tan lejos con el único propósito de ofrecer a cualquiera que tomase la droga lo que la Naturaleza ha dado precisamente a los judíos y a los orientales, que son hombres antes de los veinte años y ancianos hacia los cincuenta, y más rápidos en pensar y actuar que nosotros durante toda la vida. Los prodigios de las drogas han ejercido siempre una gran atracción en mi espíritu; pueden volver loco a un hombre, tranquilizarle, hacerle increíblemente fuerte y despierto o convertirle en un tronco inútil, avivar tal pasión y moderar tal otra; todo por medio de drogas. ¡Y ahora había un nuevo milagro que añadir a este extraño arsenal de frasquitos para uso de los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado concentrado en los aspectos técnicos para ahondar en mi enfoque particular de la cuestión.

Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito, durante un periodo de tiempo, se estaba efectuando mientras hablábamos, y el diez cuando me dijo que la cosa estaba hecha y que el Nuevo Acelerador era una realidad tangible en el mundo. Me lo encontré mientras ascendía la colina de Sandgate hacia Folkestone. Yo iba a cortarme el pelo, y él bajaba corriendo a mi encuentro. Supongo que se dirigía a mi casa para informarme inmediatamente de su éxito. Recuerdo que sus ojos tenían un brillo inusual y que su rostro aparecía encendido; incluso advertí en ese momento una repentina aceleración de sus pasos.

-¡Está hecho! -gritó, y agarró mi mano mientras me hablaba a toda velocidad-. Más que hecho. Ven a mi casa y lo verás.

-¿De verdad?

-¡De verdad! -gritó-. ¡Increíble! Ven y lo verás.

-¿Y el efecto es… el doble?

-Más, mucho más. Me asusta. Ven y contempla la droga. ¡Pruébala! ¡Ensáyala! Es la droga más asombrosa del mundo.

Se agarró a mi brazo y, caminando a una velocidad tal que me obligaba a ir al trote, subimos la colina mientras me gritaba. Un ómnibus repleto de gente se giró y se nos quedó mirando al unísono, de ese modo tan peculiar con que lo hace la gente que ocupa un ómnibus. Era uno de esos días cálidos y despejados que se dan con frecuencia en Folkestone. Los colores brillaban de manera increíble y los contornos de las cosas se dibujaban con nitidez. Corría un poco de brisa, desde luego, pero no lo suficiente para mantenerse fresco y sereno en tales circunstancias. Suspiré pidiendo clemencia.

-¿No estaré caminando muy deprisa, verdad? -exclamó Gibberne, y redujo el paso hasta dejarlo en una marcha rápida.

-Has tomado una dosis de la droga -resoplé.

-No -dijo-. A lo sumo una gota de agua que quedó en la retorta después de enjuagarla para hacer desaparecer las últimas huellas de la sustancia. Tomé un poco anoche, lo confieso. Pero ahora ya es una vieja historia.

-¿Y duplica la actividad? -dije, bañado en un sudor incómodo, cuando nos acercamos a la puerta de entrada de su casa.

-¡La multiplica un millar de veces! ¡Muchos millares de veces! -gritó Gibberne, haciendo un gesto dramático y abriendo de golpe la cancela de roble tallada al viejo estilo inglés.

-¡Puf -dije, y le seguí hacia la puerta.

-No sé cuántas veces multiplica la actividad -dijo con la llave en la mano. -Y tú…

-Este descubrimiento arroja nuevas luces sobre la fisiología del sistema nervioso, ¡le da a la teoría de la visión un giro completamente inesperado…! ¡Sabe Dios cuántos miles de veces! Comprobaremos todo eso después… Lo que conviene ahora es probar la droga.

-¿Probar la droga? -dije, mientras caminábamos a lo largo del pasillo.

-Claro que sí -dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho-. ¡Está en aquel frasquito verde! A no ser que estés asustado…

Soy un hombre prudente por naturaleza, y sólo intrépido en teoría. Estaba asustado. Pero, por otra parte, me enfrentaba con mi orgullo.

-Bueno -argumenté-, ¿no has dicho que la has probado?

-La he probado -dijo-, y no parece que me haya hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera he cambiado de color, y me encuentro…

Me senté.

-Dame la poción -dije-. Si sucede lo peor, al menos me quedará el consuelo de no tener que cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los más odiosos deberes del hombre civilizado. ¿Cómo se toma el brebaje?

-Con agua -dijo Gibberne, golpeando la mesa con una garrafa.

Estaba de pie, frente a la mesa, y me miraba a mí, que ocupaba su confortable sillón. Sus modales adquirieron de pronto un toque afectado, a la manera de un especialista de Harley Street.

-Es una droga extraña, ¿sabes? -dijo.

Hice un gesto con la mano.

-Debo advertirte, en primer lugar, que cierres los ojos inmediatamente después de ingerirla; espera un minuto o así y ábrelos con cuidado. Uno ve todavía. El sentido de la vista depende de la longitud de la vibración, y no de la cantidad de impactos. Si se tienen los ojos abiertos, se puede producir un choque en la retina, acompañado de una horrible y vertiginosa confusión. Manténlos cerrados.

-Cerrados -dije-. ¡Bien!

-Y la siguiente advertencia es que permanezcas quieto. No empieces a moverte de un lado a otro. Si lo haces, puedes sufrir un tremendo golpe. Recuerda que irás varios miles de veces más rápido de lo que has ido en toda tu vida; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro: todo. Y te pegarás un golpe espantoso sin saber cómo. No te darás cuenta, ¿comprendes? Te sentirás exactamente igual que ahora. Sólo que todo lo que hay en el mundo te parecerá que va muchos miles de veces más despacio de lo que ha ido nunca. Esto es lo que la hace tan endiabladamente extraña.

-¡Señor! -dije-. ¿Quieres decir que…?

-Ya lo verás -dijo, y cogió una pequeña probeta graduada.

Echó una mirada al material que estaba encima de la mesa.

-Vasos, agua. Todo está aquí. No debemos tomar demasiado en el primer ensayo.

El frasquito dejó caer su precioso contenido.

-No olvides lo que te he dicho -dijo, vaciando el contenido de la probeta en un vaso, a la manera de un camarero italiano cuando mide un whisky-. Quédate sentado, con los ojos herméticamente cerrados y en absoluta inmovilidad durante dos minutos. Después me oirás hablar.

Añadió uno o dos dedos de agua a la pequeña dosis que había en cada vaso.

-Por cierto -dijo-, no dejes tu vaso encima de la mesa. Sosténlo en la mano y déjala apoyada en la rodilla. Sí… eso es. Y ahora…

Levantó su vaso.

-Por el Nuevo Acelerador -dijo.

-Por el Nuevo Acelerador -respondí.

Chocamos nuestros vasos y bebimos, y cerré los ojos inmediatamente.

Ustedes ya conocen esa sensación de caer en el vacío que se experimenta al respirar «gas». Durante un tiempo indeterminado me sentí así. Luego oí decir a Gibberne que me despertara. Me estremecí y abrí los ojos. Seguía de pie, en el mismo sitio donde estaba antes, con el vaso en la mano. Ahora estaba vacío: esa era la única diferencia.

-¿Y bien? -dije.

-¿No siente nada anormal?

-Nada. Una ligera sensación de alegría… quizá.

Nada más.

-¿Ruidos?

-Todo está silencioso -dije-. ¡Por Júpiter! ¡Sí! Todo está silencioso. Excepto ese débil golpeteo, ese sordo tamborileo, como si la lluvia cayese sobre objetos diversos. ¿Qué es?

-Sonidos analizados -creo que fue su respuesta, pero no estoy seguro. Después miró hacia la ventana-. ¿Has visto alguna vez que una cortina se quede fija, en la posición que se ha quedado ésta?

Seguí la dirección de su mirada y vi la parte inferior de la cortina levantada, como si se hubiera quedado congelada -si me permiten la expresiónen el preciso instante de ser agitada por el viento.

-No -dije-. ¡Qué raro!

-¿Y esto? -dijo, y abrió la mano que sostenía el vaso.

Como es natural, me sobresalté; esperaba que el vaso se hiciera pedazos. Pero no se rompió; ni siquiera se movió. Se quedó suspendido en el aire… inmóvil.

-Hablando en términos generales -dijo Gibberne-, un objeto en estas latitudes recorre dieciséis pies en el primer segundo de caída. Este vaso está cayendo ahora a una velocidad de dieciséis pies por segundo. Sólo que para ti todavía no ha caído más que una centésima de segundo. Esto te dará una idea de la velocidad de mi Acelerador.

Pasó la mano por encima, por abajo y alrededor del vaso que caía de forma tan lenta. Por último, lo cogió por abajo y lo colocó con cuidado sobre la mesa.

-¿Eh? -me dijo, y se rió.

-Esto es estupendo -dije, y empecé a levantarme con cautela del sillón.

Me sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y con la suficiente confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy deprisa. Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo, pero no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un paralizado ciclista, con la cabeza inclinada y una helada estela de polvo detrás de la rueda, corría a toda velocidad para dar alcance a un eternizado charabán lanzado al galope. Me quedé boquiabierto de asombro ante este espectáculo increíble.

-¡Gibberne! -grité-. ¿Cuánto tiempo durará esta endemoniada droga?

-¡Dios sabe! -respondió-. La última vez que la tomé me fui a la cama, a dormir la mona. Te confieso que estaba asustado. Seguramente duró unos minutos, pero me parecieron horas… Al cabo de un rato disminuye la velocidad de forma más bien brusca, creo.

Yo me sentía orgulloso al comprobar que no estaba asustado; supongo que se debía al hecho de que éramos dos.

-¿Por qué no salimos al exterior? -pregunté.

-¿Por qué no?

-La gente nos verá.

-No nos verán. ¡Gracias a Dios! Sencillamente porque iremos mil veces más deprisa que el juego de manos más rápido que se haya realizado jamás. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta?

Salimos por la ventana.

Sin duda, de todas las extrañas experiencias que he tenido o imaginado a lo largo de mi vida, o he leído que otros han tenido o imaginado, aquella pequeña incursión que hice en compañía de Gibberne por los prados de Folkestone bajo los efectos del Nuevo Acelerador, fue la más extraña y enloquecedora de todas. Salimos por la cancela a la carretera y permanecimos allí durante un minuto observando el petrificado trasiego del tráfico. Los radios de las ruedas y algunas de las patas de los caballos de un charabán, así como el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor -que en ese preciso instante iniciaba un bostezo- estaban en perceptible movimiento, pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Y en absoluto silencio, a excepción de un borroso estertor que salía de la garganta de un hombre. ¡Y los integrantes de este monumento congelado eran un guía, un conductor, y once pasajeros! Mientras caminábamos, el efecto de la droga nos parecía disparatadamente raro, pero acabó siendo… desagradable. Allí había seres humanos exactamente iguales a nosotros y, sin embargo, muy diferentes, congelados en actitudes descuidadas, atrapados en mitad de un gesto. Una jovencita y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa impúdica que amenazaba con prolongarse eternamente; una mujer con una capellina caída apoyaba el brazo en la barandilla y miraba hacia la casa de Gibberne con la mirada imperturbable de la eternidad; un hombre se mesaba el bigote, como si fuera una figura de cera, y otro alargaba una pesada y rígida mano, con los dedos extendidos, hacia el sombrero que se le volaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos, les hacíamos muecas, hasta que sentimos una especie de desagrado; entonces dimos media vuelta y pasamos por delante del ciclista, hacia el parque.

-¡Cielos! -exclamó Gibberne de repente-. ¡Mira allí!

Señaló con la mano, y allí, delante de la punta de su dedo, deslizándose por el aire y batiendo lentamente las alas a la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido, había una abeja.

Y así llegamos al parque. Allí el fenómeno era más absurdo todavía. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el sonido que nos llegaba era parecido a una carrera de asmáticos, en un tono muy bajo, una especie de prolongado suspiro de moribundo, que a veces se convertía en un sonido semejante al del lento y apagado tictac de un reloj mons-truoso. El congelado público permanecía rígido, extraño, silencioso, como tímidos maniquíes sorprendidos en actitudes inestables, a mitad de un paso, mientras paseaban sobre la hierba. Yo pasé al lado de un perrito de lanas petrificado en el acto de saltar y contemplé el lento movimiento de sus patas dispuestas para caer a tierra.

-¡Señor! ¡Mira allí! -gritó Gibberne.

Y nos detuvimos un momento ante un magnífico personaje ataviado con un traje de franela con tenues rayas blancas, zapatos blancos y un sombrero panamá, que se daba media vuelta para guiñar el ojo a dos señoritas vestidas con ropas de colores alegres, que en ese momento habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el impune detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, resulta muy poco atractivo. Pierde todo su efecto de chispeante alegría, y uno nota que el ojo que se guiña no está completamente cerrado, y que bajo el párpado caído aparece el borde inferior del globo ocular y una pequeña línea blanca.

-Si el cielo me concede memoria -dije-, jamás volveré a guiñar un ojo.

-Ni a sonreír -dijo Gibberne, que dirigía su mirada hacia los dientes obsequiosos de las señoritas.

-Hace un calor infernal -dije-. Vamos más despacio.

-¡Oh, vamos! -dijo Gibberne.

Nos abrimos camino entre las sillas de la vereda. Muchas de las personas que estaban sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus posturas estáticas, pero los rostros retorcidos y congestionados de los músicos no ofrecían un espectáculo tranquilizador. Un caballero bajito de rostro morado estaba congelado en mitad de un violento esfuerzo contra el viento para doblar el periódico. Encontramos un montón de detalles que probaban que todas aquellas personas, en sus actitudes inertes, estaban expuestas a una fuerte brisa, una brisa que no tenía existencia para nuestras propias sensaciones. Nos separamos y caminamos a cierta distancia de la muchedumbre; después nos volvimos para contemplarla. Ver aquella multitud convertida en un cuadro, víctimas de la rigidez, como si fueran auténticas figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo, desde luego, pero me llenaba de un irracional y exultante sentimiento de superioridad. ¡Figúrense qué maravilla! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga empezó a correr por mis venas había sucedido -por lo que se refiere a esa gente y al mundo en general-, en un abrir y cerrar de ojos.

-El Nuevo Acelerador… -empecé, pero Gibberne me interrumpió.

-¡Allí está esa vieja infernal! -dijo.

-¿Qué vieja?

-Vive al lado de mi casa -dijo Gibberne-. Tiene un perro faldero que no para de ladrar. ¡Cielos! La tentación es irresistible.

Hay algo verdaderamente infantil e impulsivo en Gibberne que se manifiesta en algunas ocasiones. Antes de que pudiera discutir con él, había salido disparado y había arrebatado al infortunado animal de la existencia visible, y corría velozmente con el chucho hacia la pendiente del parque. Era un espectáculo insólito. La pequeña bestia no ladró, ni se movió, ni dio la más leve señal de vitalidad. Permanecía completamente tieso, en una actitud de soñoliento reposo, mientras Gibberne lo sostenía por el cuello. Daba la impresión de que corría con un perro de madera.

-¡Gibberne! -grité-. ¡Suéltelo!

En seguida añadí algo más.

-¡Gibberne! ¡Si sigues corriendo de esa manera, se te incendiarán las ropas! ¡Tus pantalones de lino se están chamuscando!

Se llevó una mano al muslo y se paró vacilante al borde de la pendiente.

-¡Gibberne! -grité, acercándome a él-. ¡Suéltelo! ¡Este calor es excesivo! ¡Es a causa de nuestra carrera! ¡Dos o tres millas por segundo! ¡El rozamiento del aire!

-¿Qué? -dijo él, mirando al perro.

-¡El rozamiento del aire! -grité-. El rozamiento del aire. Vamos a demasiada velocidad. Como meteoritos. Demasiado calor. Y.. ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento pinchazos por todo el cuerpo y estoy bañado en sudor. ¡Mira! La gente se mueve ligeramente. ¡Creo que el efecto de la droga se está disipando! Suelta el perro.

-¿Eh? -dijo.

-Se está disipando -repetí-. ¡Estamos demasiado calientes y la droga se está disipando! Estoy mojado hasta los huesos.

Me miró. Después miró a la banda; la asmática carraca se estaba acelerando. Entonces, describiendo una curva tremenda con el brazo, lanzó al perro lejos de él, y el animal ascendió dando vueltas por el aire, inanimado todavía, y al final fue a caer sobre las sombrillas de un corrillo de gente que estaba cuchicheando. Gibberne me agarró por el codo.

-¡Por Júpiter! -exclamó-. ¡Ya lo creo! Una especie de pinchazos ardientes… sí. ¡Aquel hombre está moviendo su pañuelo! Claramente. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

Pero nos era imposible escapar de allí con la suficiente rapidez. ¡Y tal vez fue una suerte! Porque habríamos echado a correr; y si hubiéramos echado a correr, creo que habríamos estallado en llamas. ¡Casi seguro que habríamos estallado en llamas! Ninguno de los dos habíamos pensado en ello… El caso es que antes de que pudiéramos empezar a correr, el efecto de la droga había cesado. Fue cosa de una fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó, como si hubiera caído un telón; se desvaneció en el movimiento de una mano. Escuché la voz de Gibberne, que expresaba una infinita alarma.

-Siéntate -dijo, y me dejé caer pesadamente sobre el césped que crecía al borde de la pendiente; y según me sentaba, sentí que se chamuscaba el suelo.

Todavía hay un pedazo de hierba abrasada en el lugar donde me senté.

Pero mientras realizaba este movimiento, la paralización general también pareció acabarse; la vibración desarticulada de la banda desembocó en una explosión de música; los paseantes pusieron sus pies en el suelo y reanudaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el hombre que estaba guiñando el ojo concluyó su guiño y prosiguió complacido su camino; las personas que estaban sentadas se movieron y hablaron.

El mundo entero había vuelto a la vida, y volvía a marchar tan rápido como nosotros, o mejor dicho, nosotros no íbamos más rápido que el resto del mundo. Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en la estación. Durante un segundo o dos, me pareció que todo giraba a mi alrededor y experimenté una ligera sensación de náusea; y eso fue todo. ¡El perrito que parecía haber quedado suspendido un momento en su trayectoria, después de que el vigoroso brazo de Gibberne lo lanzara por los aires, cayó con repentina aceleración encima de la sombrilla de una dama!

Eso fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por un anciano y corpulento caballero que estaba sentado en una silla de ruedas, y que ciertamente se estremeció al vernos -y que después nos observó a intervalos con una extraña mirada de sorpresa, terminando, creo, por decirle algo a su enfermera acerca de nosotros-, dudo que una sola persona se diera cuenta de nuestra repentina aparición entre ellos. ¡Paf? ¡Debió de ser de lo más brusco! Dejamos de arder casi en el mismo momento, aunque el césped que había debajo de mí estaba endemoniadamente caliente. La atención de los presentes -incluida la banda de la Asociación de Recreos, que en esta ocasión, se salió de tono por primera vez en su historia- estaba concentrada en el asombroso acontecimiento, y en el todavía más sorprendente ladrido y escándalo provocado por el insólito hecho de que un respetable y sobrealimentado perro faldero -un tanto chamuscado debido a la extrema velocidad de sus movimientos al surcar el aire- que dormía tranquilamente en el ala este del quiosco de música, cayera súbitamente encima de la sombrilla de una dama que se encontraba en el ala opuesta. ¡Y en estos tiempos absurdos -demasiado absurdos quizá- en que todos tratamos de ser tan psíquicos, tan estúpidos, tan supersticiosos como nos sea posible! La gente se levantó y se pisaron unos a otros; las sillas cayeron al suelo y el guarda del parque acudió de inmediato. Ignoro cómo se resolvieron las cosas. Estábamos demasiado ansiosos por escabullirnos de aquel lío y por salir del campo visual del viejo caballero que estaba sentado en la silla de ruedas como para emprender investigaciones más precisas. Tan pronto como estuvimos suficientemente fríos y recuperados del vértigo, de las náuseas y de la confusión mental, nos levantamos y nos alejamos de la muchedumbre, dirigiendo nuestros pasos por el camino que bajaba del Metropol hacia la casa de Gibberne. Pero, en medio del estrépito, escuché claramente al caballero que había estado al lado de la dama de la sombrilla rota, que profería insultos y amenazas injustificables hacia uno de los acomodadores que lucían en sus gorras la palabra «Inspector».

-Si usted no ha tirado el perro -decía-, ¿quién ha sido?

El súbito retorno del movimiento y de los sonidos familiares, a lo que se añadía una lógica preocupación por nosotros mismos -nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne lucían una quemadura de color marrón amarillento-, me impidieron llevar a cabo las minuciosas observaciones que me habría gustado hacer sobre todas estas cosas. En realidad, no hice ninguna observación de valor científico durante el regreso. La abeja, evidentemente, se había marchado. Busqué al ciclista, pero ya se había perdido de vista cuando llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá estaba tapado por el tráfico. El charabán, sin embargo, con sus ocupantes resucitados, marchaba con estruendo y buen paso a la altura de la iglesia.

Observamos, no obstante, que el antepecho de la ventana en donde habíamos pisado al salir de la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita. Esta fue mi primera experiencia con el Nuevo Acelerador. En realidad, habíamos estado paseando de un lado a otro y diciendo y haciendo un montón de cosas en el transcurso de unos pocos segundos. Habíamos vivi-do media hora mientras la banda tocaba, quizá, dos compases. Sin embargo, bajo el efecto de la droga, el mundo entero se había detenido para nuestra oportuna inspección. Si consideramos todos los aspectos, y en particular nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, la experiencia podría haber sido mucho más desagradable de lo que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene todavía mucho que investigar antes de que su preparación sea de fácil manejo. Pero su efectividad quedó demostrada contundentemente, más allá de cualquier crítica.

Desde aquella aventura, Gibberne ha estado sometiendo el uso de la droga a un severo control, y yo mismo la he tomado varias veces, en dosis medidas y bajo su dirección, sin resultados negativos, aunque debo confesar que no me he vuelto a aventurar a salir al exterior mientras estaba bajo su influencia. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita de un tirón y sin interrupción, excepto para mordisquear un poco de chocolate, bajo los efectos de la droga. Empecé a las seis y veinticinco, y mi reloj está a punto de marcar las seis y treinta y un minutos. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida racha de trabajo en medio de un día lleno de obligaciones no puede pasarse por alto.

Gibberne está concentrando sus esfuerzos en la manipulación cuantitativa de su preparación, y pone especial cuidado en el estudio de los efectos que provoca en los diferentes tipos de constitución. Espera encontrar un Retardador con el que diluir su excesiva potencia actual. El Retardador, evidentemente, tendrá el efecto contrario del Acelerador. Empleado en solitario, permitirá al paciente vivir en unos pocos segundos varias horas de tiempo ordinario y mantenerse en una inacción apática, en una helada ausencia de vivacidad en medio de los ambientes más animados o irritantes. La combinación de las dos preparaciones ha de provocar necesariamente una total revolución en la forma de vida civilizada. Es el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, del que hablaba Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos con tremenda potencia en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima inteligencia o vigor, el Retardador nos permitirá pasar con pasiva tranquilidad las infinitas horas de infortunio o de tedio. Tal vez me muestre demasiado optimista respecto al Retardador que, en realidad, no ha sido descubierto todavía; pero, en cuanto al Acelerador, no hay la menor sombra de duda. Su aparición en el mercado en una forma adecuada, controlable y asimilable es cuestión de unos cuantos meses. Se adquirirá en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades. Se llamará «Acelerador Nervioso de Gibberne», y el profesor espera ser capaz de suministrarlo con tres potencias: una de 200, otra de 900, y otra de 2.000, que se distinguirán por sus etiquetas amarillas, rosas y blancas respectivamente.

No hay duda de que su empleo hace posible gran número de cosas extraordinarias; porque, evidentemente, los actos más notables, e incluso los procedimientos más criminales pueden ser realizados con total impunidad escurriéndose, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las drogas potentes, será susceptible de abuso. No obstante, Gibberne y yo hemos discutido en profundidad este aspecto de la cuestión, y hemos llegado a la conclusión de que es un problema que atañe exclusivamente a la jurisprudencia médica y que está al margen de nuestra competencia. Fabricaremos y venderemos el Acelerador y, por lo que se refiere a las consecuencias… ya veremos.

H. G. Wells, Doce historias y un sueño

H. G. Wells