Mudanza (Julio Cortázar)

Bah, si no fuera más que la oficina, pero el viaje de vuelta ahora que la gente tiene que hacer cola para subir a los vehículos y dentro de los tranvías permanece y se estanca el mismo aire de encierro sin tiempo de renovarse, especie de tapioca blanquecina que se respira y se expele: un asco. Con qué alivio baja Raimundo Velloz del 97 y se queda en el refugio tocándose los bolsillos por fuera con el gesto del asaltado, del que ha tenido que pagar bruscamente una cuenta y medita de a poco la modificación del presupuesto, cómo hay dos billetes de diez en vez de uno de cien. Es de noche, anochece temprano en junio. Piensa en su sofá del estudio, la taza de café que María prepara tan caliente, las pantuflas con mullido forro de panza de guanaco. Y el boletín de la BBC a las diez.

La oficina lo cansa, lo dobla, lo cierra como un puerco espín contra todo lo que no sea reposo después del horario obligado. Ferrocarriles del Estado, su oficina en Contaduría… El límite del deber concluye a las siete, no antes, no después. Su descanso principia a las ocho y cuarto cuando él toca el timbre y oye los pasos familiares ahogados aún por la puerta, en seguida los saludos y alguna pregunta y el sofá. Cinco años de Contaduría —todavía era joven—, diez años —todavía no era viejo—, quince años en septiembre, el veintidós de septiembre a las once de la mañana. Buena hoja de servicios, cuatro ascensos —y él sube ahora, como ilustrándose por fuera el hilo del pensar, la escalera de la casa de departamentos—. Nada que reprocharse, un premio de cinco mil pesos en la lotería de Tucumán, el terrenito en Salsipuedes, suscriptor de El Hogar, amigo de los niños y no demasiado nostálgico de su soltería. Tiene a su madre, a su abuela, a su hermana. El sofá, el café, BBC. No es poco, cuántos otros… Y ya está en el segundo piso y la señora de Peláez —si es la señora de Peláez, porque suele transformarse en maisons de beauté y es el escándalo del barrio— lo saluda en el descansillo y a él le parece levemente más joven, cosa increíble.

«El universo», piensa Raimundo Velloz, «¡qué tontería!» La unidad patraña de metafísico. (El es egresado del Nacional Central). No hay un universo, hay millones y millones uno dentro de otro y dentro de cada uno otro y dentro de cada otro cinco, diez, catorce universos variados y distintos. Le gustan las series concéntricas de pensamientos, columnillas de conceptos en connotación creciente y decreciente. Se parte del grano de café, la cafetera que lo contiene, la cocina que contiene la cafetera, la casa que contiene la cocina, la manzana que contiene… Y se puede seguir por las dos puntas de la imagen, por el grano de café que involucra mil universos, y el universo del hombre que es un universo dentro de quién sabe cuántos universos, que tal vez —y se acuerda de haberlo leído— es solamente un pedacito de la suela del zapato de un niño cósmico que juega en un jardín (cuyas flores serán naturalmente las estrellas). El jardín forma parte de un país que forma parte de un universo que es un pedacito de diente de ratón apresado en una ratonera puesta sobre la masa de un desván en una casa de arrabal. El arrabal forma parte… Un pedacito de cualquier cosa pero siempre un pedacito, y la magnitud es una ilusión que casi da lástima.

Y el sofá.

María le abre la puerta antes de que haya tocado el timbre. Le pone la mejilla blanquísima que a veces surcan dos finas venas como de acuario, Raimundo la besa y nota que la mejilla no es tan suave y tersa, tiene por un segundo la impresión de que ha besado otra mejilla, él que no sabe de mejillas y solamente las calcula en el cine y alguna vez dormido después de haber abusado del pâté de foie. María lo contempla con aire discreto y azarado.

—Tardaste más que otras veces, son las ocho y veinte pasadas.

—El tranvía. Me parece que se quedó mucho rato detenido en el Once.

—Ah. Abuelita estaba inquieta.

—Ah.

Oye cerrar la puerta a su espalda, cuelga el paraguas y el sombrero en las perchas del pasillo, va al comedor donde están su madre y su abuela terminando de poner la mesa. Sin decirlo (porque ese vestido está visiblemente usado y sólo por distracción ha podido no reparar antes en él) se acerca a su madre y la besa. Qué dulce sosiego, una sensación correspondiendo exactamente a lo que el hábito pretende y espera. Mejilla un poco áspera (porque su madre se depila las mejillas, es natural), sabor a durazno y un débil aroma a cartas, a cintas rosa. Tan sólo el vestido… Pero la jovial amenaza del dedo de la abuela lo trae hasta ella, apoya las manos en sus hombros fragilísimos —¿pero son tan frágiles, no los siente resistir y amortiguar la presión moderada de sus manos?— y la besa en la frente cenicienta y sutil cuya piel ha de ser apenas una levísima tela protegiendo el hueso inimaginable, sordo.

—¿Te inquietaste por mí? Apenas cinco minutos tarde.

—No, pensé que el colectivo se habría retrasado.

Raimundo va a su asiento y apoya los codos en la mesa. No se le ocurre lavarse las manos como de costumbre; curioso que María no se lo recuerde, ella que tiene ideas fijas sobre profilaxis y adivina contaminaciones en los pasamanos de los tranvías. Recuerda que su abuela acaba de confundir el tranvía con un colectivo, él no toma nunca un colectivo y ya deberían saberlo. Salvo que haya oído colectivo y en realidad se trate del tranvía 97.

Salvo que en realidad se trate del mismo cuadro y que la luz de la araña, dándole con raros reflejos en el vidrio, le cambie esta noche los labios y se los torne gruesos y un poco verdes. Desde el sofá se tiene una clara visión del retrato del tío Horacio, y Raimundo no recuerda haberle visto nunca esos labios y esa mano colgando como un pañuelo abierto, porque en realidad el retrato del tío Horacio tiene las manos en los bolsillos; solamente un reflejo distinto de la araña del estudio puede fingir esa mano blanca y esos labios casi verdes, y además que todo el aire del retrato es de una mujer y no del tío Horacio.

Comentarios de Atalaya, de la BBC. Nada mejor que esos comentarios con el picor caliente del café que María le alcanza desde atrás del sofá. Raimundo lo recibe agradecido, sus pies se pasean ampliamente en las pantuflas abrigadas y todo él está cómodo y abandonado, pero tal vez un poco menos que otras noches, que las otras noches de la casa. Alguien canta en la cocina la canción que su madre canta mientras seca la vajilla. Es la misma canción —Rosas de Picardía, muy pocas veces Caminito— y la misma manera de cantar de su madre, solamente la voz más ronca y grave, algún enfriamiento al asomarse por la tarde a mirar la plaza desde el balcón.

—Anda, dile a mamá que tome aspirina y se abrigue la garganta.

—Pero si no tiene nada —rezonga María que lee el diario en el sillón bajo—. Tío Lucas estuvo esta tarde y la encontró espléndida.

Deja la taza en el platillo y mira despacio a su hermana. Una broma suya, su madre no tiene sino hermanos ya muertos. Ahora disimula detrás del diario; mejor seguirle la corriente y ganarle en viveza.

—Lástima que tío Lucas no sea médico. Así su opinión tendría valor.

—No es médico pero sabe mucho —dice la voz serena de María, y sus manos que a Raimundo le parecen más grandes que las de María agitan levemente las páginas del diario.

—Me da la impresión de que está afónica. ¿Y abuelita, no se acostó?

—Oh, ella se acuesta tarde, lo sabes. Todavía tejerá un buen montón de hileras.

Sigue la broma y Raimundo comprende que sería poco elegante malograr lo mucho que María ha de estar divirtiéndose. Como cuando eran chicos y jugaban a imaginarse grandes, casados, con hijos y tareas importantes. Días y días haciéndose preguntas sobre los respectivos hogares, los cónyuges, la salud de Raulito y Marucha… Hasta que un día se peleaban o el olvido venía a devolverles una infancia sin problemas. Curioso —hasta un poco triste— esa resurrección en María de las antiguas farsas; como si alguna vez la abuelita hubiera sabido tejer. Ahora está mirando la puerta y parece esperar algo. Chica rara, de pronto se peina el cabello recogido y se lo oxigena, y el timbre llama a una hora en que jamás llama el timbre en la casa.

—¿Quién diablos puede ser? —murmura Raimundo.

María se ha levantado y está ya junto a la puerta cuando da vuelta la cabeza para mirarlo.

—¡Por Dios que estás raro! La portera, naturalmente.

No tan naturalmente, porque es inaudito que la portera suba a esa hora. María recibe unas cartas y la llave del buzón, cierra la puerta con indiferencia y mira una por una las cartas inclinándose hacia la lámpara, hasta casi tocar la cabeza de Raimundo con las manos.

—Todas para mamá —dice decepcionada—. El Bebe no me ha escrito… Pero que espere carta mía, ah, que espere.

El vestido de la madre desaparece en parte bajo un delantal de cocina que justamente empieza a quitarse cuando entra en el estudio. Tiene las manos enrojecidas por el agua caliente, sonríe satisfecha y cansada. Recibe el manojo de cartas y las pierde en un gran bolsillo del que sale una especie de puntilla rosa muy bonita pero que a Raimundo no le parece adecuada para un bolsillo; como un cuello trasladado al sitio del bolsillo. ¿Y en el cuello? Muy simple, el género termina liso sin más que un dobladillo un poco fruncido. Raimundo, que se ha estado preguntando a quién llamará María el Bebe, piensa que su madre sabe de vestidos y le sonríe cuando pasa junto a él.

—¿Cansado?

—No, como siempre. Esta noche no hay noticias interesantes.

—Oigamos música.

—Bueno.

Mueve el dial, espera, escoge, desecha. ¿Dónde está su madre? ¿Dónde se ha metido María? Solamente la abuelita pasa lentamente, se reclina en el sillón —ella que debería irse a dormir temprano como le ha mandado el doctor Ríos— y lo observa atenta.

—Tienes un horario muy largo, hijito. Se te nota en la cara.

—El horario de siempre, abuelita.

—Sí, pero es muy largo. ¿Qué música están tocando?

—No sé, tal vez desde Nueva York; una jazz. La saco, si quieres.

—No, me gusta mucho; está muy bien esa orquesta.

El hábito, piensa Raimundo. Hasta las viejas generaciones aceptan por fin lo que hasta el día antes —a esa misma hora— les parecía abominable, música de perros, castigo del infierno. Lo asombra lo fuerte que está su abuela y por nada del mundo la mortificaría sugiriéndole que vaya a acostarse; si esa noche ha decidido hacer su voluntad es señal de buena salud y mente despejada. Ni siquiera se acepta a sí mismo un comentario cuando la ve inclinarse hacia una bolsa que cuelga del sillón y sacar tejido negro, agujas, mirarlo todo con un profundo y absorto aire de conocedora. ¿Por qué asombrarse? Las costumbres de la casa varían sin que él lo note; tantas horas de oficina, absorbido noche y día por los problemas de la Contaduría… Se siente alejado, distante de los suyos, piensa que habrán pasado semanas en que ha sido un mero autómata llegando de noche, poniéndose las pantuflas, escuchando la BBC y durmiéndose en sofá. Y entretanto su madre cortaba el vestido, María se amigaba con el Bebe, la abuelita aprendía a tejer. ¿Para qué asombrarse? A lo sumo de haber estado tan lejos y ser tan otro del que debería ser, mostrarse tan mal hijo y mal hermano. La vida tiene esas cosas y no se puede tomar con ligereza una oficina de los Ferrocarriles del Estado. Al fin y al cabo si algo cambia en la casa a él no tiene por qué afectarlo personalmente; no es posible que todos estén dependiendo de su voluntad. Y luego que los cambios son simples detalles, una modificación en la luz de la araña que torna distinto el retrato del tío Horacio, un amigo de su hermana, la portera que se le da por subir la correspondencia vespertina, un bolsillo raro de su madre, su abuela más vigorosa y sin esos hombros esmirriados y fragilísimos de antes. Detalles, cosas que tienen que ir sucediendo en una casa.

—Lucía —dice la voz de su madre (sí, está afónica) desde el dormitorio.

—Voy, mamá —responde sin sorpresa la voz de María.

Por fin dejó de querer pensar —ya todos dormían— y fue a acostarse a su vez. Le gustaba la luz del cuarto, era más velada y dulce para sus ojos deshechos por las columnas de cifras. El piyama entró en él sin que casi advirtiera los movimientos mecánicos que lo incorporaban a su cuerpo; se tendió de espaldas y apagó la luz.

No había querido verlas. Cuando fueron a él y le desearon buenas noches inclinándose sobre el sofá, cerró los ojos con un remoto sentimiento de imposible y aceptó los tres besos, los tres buenas noches, los tres juegos de pasos que se alejaban rumbo a los dormitorios. Entonces apagó la radio y quiso pensar; ahora estaba acostado y no quería pensar. Entre ambos momentos le pareció comprender lejanamente que no comprendía nada; sólo entendía con precisión las ideas más estúpidas. Por ejemplo: «Como todos los departamentos son iguales, pude haberme…». Ni siquiera llegó al final de la idea. También esto, menos estúpido: «¿No será que me estoy empezando a…?». Y después, como un resumen de su conducta habitual: «Tal vez mañana…». Por eso se había acostado, como si el sueño pudiera interponerse y cerrar un ciclo donde algo se estaba desorganizando y moviendo de un modo que no quería concebir. Todo volvería a estar bien con la mañana. Con la mañana todo volvería a estar bien.

Probablemente durmió pero a Raimundo le costaba distinguir entre el recuerdo de sus pensamientos de semisueño y sus sueños. Tal vez se había levantado a alguna hora de la noche (pero eso lo pensó mucho más tarde mientras copiaba torpemente un acta en el gran libro que le dieron en la oficina de Correos y Telégrafos de la Nación) y anduvo por la casa sin saber exactamente para qué pero seguro de que era necesario y que si no lo hacía iba a acometerle el insomnio. Primero fue al estudio y encendió la lámpara para mirar entre las penumbras de la pared del fondo el retrato del tío Horacio. Lo habían cambiado, allí había una mujer de manos colgantes y labios finos, casi verdes por capricho del pintor. Recordó que a María no le gustaba mucho el retrato del tío Horacio y que alguna vez había hablado de descolgarlo. Pero él no conocía a esa mujer maligna y rígida; esa mujer no era de su familia.

Una respiración espesa venía del dormitorio de la abuela. Quién sabe si Raimundo fue hasta allí pero él se veía entrando en la habitación y observando —al débil reflejo del estudio— el rostro apoyado en la almohada como un perfil de moneda sobre una felpa numismática. Largas trenzas caían sobre la almohada, trenzas negras y espesas. El perfil estaba en sombras y sólo inclinándose mucho hubiese alcanzado Raimundo a distinguir a la abuela. Pero las trenzas negras, y además el bulto del hombro poderoso, y luego el volumen de la respiración. Posiblemente de allí volvió al comedor o se paró un rato a escuchar el aliento de María y su madre, que dormían en la misma pieza. No entró, ya no podía entrar en otro dormitorio, era hasta difícil volver al suyo, cerrar la puerta, correr el cerrojo —tan enmohecido de no correrlo nunca—, tirarse en la cama de espaldas y apagar la luz. Quién sabe si anduvo tanto por la casa; uno sueña a veces que anda por la casa y en realidad no hace más que dar vueltas en la cama, sollozando de pronto como bajo una inmensa congoja, y repetir nombres, y ver caras, y calcular estaturas, y el Bebe que no escribe.

De mañana rozan el picaporte y Raimundo se endereza recordando que ha corrido el cerrojo y que es una idiotez que le valdrá inacabables bromas de María. Como tiene puesto el piyama salta de la cama y corre a abrir. Sonriéndole entra Lucía con la bandeja del desayuno y se sienta al pie de la cama; no parece extrañada de que él haya corrido el cerrojo y él tampoco está muy extrañado de que ella no esté extrañada.

—Creí que ya te habías levantado. Te has dormido y vas a llegar tarde.

—De aquí a las doce…

—Pero como tú entras a las diez… —comenta Lucía mirándolo con una lejana sorpresa. Es una muchacha muy rubia y alta, tiene piel morena que le queda espléndidamente como a todas las rubias. Revuelve el café con leche, tapa el azúcar y sale. Raimundo le ve la pollera blanca, un fino levantarse de la blusa sobre los senos jóvenes, el rodete presuroso de tocado matinal. ¿Ha hecho bien en correr el cerrojo? No se le ocurre más que eso pero piensa que tal vez eso sea mucho. Entonces Lucía vuelve a asomarse trayéndole una carta, se la alcanza desde la puerta con una risita amistosa y sale. Señor Jorge Romero, calle y número. Todo bien salvo el nombre, y sin embargo el nombre ha de estar bien pues Lucía ha traído la carta y se la ha alcanzado con una risita. Menos absurdo de lo que podría creerse, sólo que en vez de Raimundo Velloz, Jorge Romero; y dentro una invitación para un baile y muy atentos saludos de la C.D.

Él siente ahora como un peso en los hombros, en la base de la lengua, en la nuca; como si los zapatos no acabaran nunca de anudarse y el lazo de la corbata fuera una larguísima tarea sin sentido.

—¡Jorge, vas a llegar tarde!

Su madre —pero la verdad que está afónica—. Vas a llegar tarde, Jorge. Con todo, hasta las doce… Mejor salir ya, volver a lo auténtico, a la contaduría, la planilla interrumpida ayer. Café, un cigarro, la planilla, sólido universo. Mejor irse ya sin saludar. Irse ya, y sin saludar.

Llega furtivo hasta el estudio al que se entra por la puerta de la derecha como si antes no se entrara al estudio por el pasillo del fondo. Pero es lo mismo, ahora no le importa por dónde se entra y es tal su indiferencia que ni siquiera mira el retrato de la mujer que parece acechar la mirada que él le niega. Cuando está a dos metros de la puerta, suena el timbre. No sabe qué hacer, ya viene Luisa corriendo desde la cocina, plumero en mano, lo aparta con un empellón y una risa contenta.

—¡Fuera de mi camino, Jorge bicharraco!

Se hace a un lado, ve abrirse la puerta. Casi sin sorpresa descubre a María vestida de calle que lo contempla mientras Luisa le estrecha la mano y la hace entrar.

—¡Por fin va a conocer al hombre de la casa! Gracias a que hoy se le ha hecho tarde… Mi hermano Jorge, la señorita María Velloz, mi profesora de francés, ya sabes…

Ella le alcanza la mano con el gesto maquinal y necesario del saludo. Raimundo espera un instante, espera que ocurra lo que debe ocurrir, pero como su hermana sigue con la mano tendida y nada sucede, alarga su diestra y el hacerlo le cuesta menos de lo que habría pensado. Repentinamente le parece que está bien, sería estúpido gritar que ella es María y que… Solamente piensa que podría haberlo dicho; lo piensa pero sin sentirlo. No lo siente para nada, solamente un pensamiento como tantos que uno tiene. Hasta quién sabe si lo ha pensado. Al contrario, algo le nace que lo conforta y lo alegra de que le hayan presentado a la señorita María Velloz. Si uno no conoce a alguien, es justo que se lo presenten.

Julio Cortázar, La otra orilla, 1945

Julio Cortázar

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