La flor de Coleridge (Jorge Luis Borges)

Hacia 1938, Paul Valéry escribió: “La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.” No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente” (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A Defence of Poetry, 1821).

Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente:

“Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”.

No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.

El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido, chronic tiene el valor etimológico de temporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaías ve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi, que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks, que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.

La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas agradables virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor de La humillación de los Northmore, el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past, que es una variación o elaboración de The Time Machine. El protagonista de Wells viaja al porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.

Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor, tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.

Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.

Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, 1952.

El Eternoretornógrafo (Luis Rogelio Nogueras)

El joven poeta murmuró cerrando el libro
de Apollinaire:
“Este sí es un poeta…”
Y Apollinaire, el soldado polaco Wilhelm
Apollinaris de Kostrowitzky,
enterrado hasta la cintura en el fango de la trinchera
cerca de Lyon,
mirando la noche estrellada del 4 de agosto
de 1914,
la tierra seca, florecida de estacas y alambre de púas,
sembrada de minas esa noche de 1914,
mirando las bengalas azules, rojas, verdes
en el cielo envenenado por los gases
apretó el húmedo librito de Rimbaud mientras
sobre su cabeza pasaban silbando los obuses.
Y Rimbaud, haciendo sus maletas en Charleville,
echó junto a su ropa los versos de Villon.
Y Villon, el doce veces condenado, el apócrifo,
el inédito, pensó ante el patíbulo en las tres
cosas que más había amado: su mujer Christine, su leyenda,
la de él, la de Villon,
y el borroso recuerdo de unos versos
que hablaban de la noche del 711 en que Taric se apoderó
de Gibraltar.
Y el sombrío poeta árabe que escribió aquellos versos
la noche del 711 apoyándose
en la cimitarra
imitaba los versos que su abuelo le leía
en la lejana Argel;
y el abuelo de Argel había leído a Imru-ul-Qais,
al que Mahoma consideraba el primer
gran poeta árabe;
lo había leído una interminable
jornada en el desierto de Sahara (más húmedo ahora que entonces)
en la lenta marcha de los camellos y las teas
encendidas.
Y es probable que Imru-ul-Qais escribiera
en la lengua de Alá imitaciones de Horacio.
Y Horacio admiraba a Virgilio,
y Virgilio aprendió en Homero,
y Homero, el ciego, repetía en hexámetros los extraños poemas
que se susurraban al oído
los amantes en las estrechas calles de Babilonia
y Susa,
y en Babilonia y Susa
los poetas imitaban los versos de los hititas de Bog Haz Keui
y de la capital egipcia de Tell El Amarna,
y los poetas del 4000 a.n.e.
imitaban a los poetas del 5000 a.n.e.
hasta que el hombre de Pekín, en la húmeda caverna
de Chou-Tien
viendo arder lentamente sobre las brasas el anca
de un venado,
gruñó los versos que le dictaba desde el futuro
un joven poeta que murmuraba cerrando un libro
de Apollinaire.

Luis Rogelio Nogueras

Brisa marina (Stéphane Mallarmé)

La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido
de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan.
Nada, ni los jardines que los ojos reflejan
sujetará este pecho, náufrago en mar abierta
¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad desierta
sobre la virgen página que esconde su blancura,
y ni la fresca esposa con el hijo en el seno.
¡He de partir al fin! Zarpe el barco, y sereno
meza en busca de exóticos climas su arboladura.

Un hastío reseco ya de crueles anhelos
aún sueña en el último adiós de los pañuelos.
¡Quién sabe si los mástiles, tempestades buscando,
se doblarán al viento sobre el naufragio, cuando
perdidos floten sin islotes ni derroteros!…
¡Mas oye, oh corazón, cantar los marineros!

(Traducción de Alfonso Reyes)

Brise marine

La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres.
Fuir! là-bas fuir! Je sens que des oiseaux sont ivres
D’être parmi l’écume inconnue et les cieux!
Rien, ni les vieux jardins reflétés par les yeux
Ne retiendra ce cœur qui dans la mer se trempe
Ô nuits! ni la clarté déserte de ma lampe
Sur le vide papier que la blancheur défend,
Et ni la jeune femme allaitant son enfant.
Je partirai! Steamer balançant ta mâture
Lève l’ancre pour une exotique nature!

Un Ennui, désolé par les cruels espoirs,
Croit encore à l’adieu suprême des mouchoirs!
Et, peut-être, les mâts, invitant les orages
Sont-ils de ceux qu’un vent penche sur les naufrages
Perdus, sans mâts, sans mâts, ni fertiles îlots…
Mais, ô mon cœur, entends le chant des matelots!

(Versión original)

Stéphane Mallarmé

La industria de la poesía (Giovanni Papini)

New Parthenon, 27 de mayo 

He renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.

Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente «nueva», y que no exigiese demasiado capital.

Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en «organizar» de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos.

Para mí no se trataba de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir, para esta nueva empresa, a skilled workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.

Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable para igual período de tiempo.

En los primeros meses ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los cinco obreros no la dejaban en paz;’ otro poeta me pidió una pequeña orquesta para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.

Transcurridos seis meses hice, como establecía el contrato, mi primera visita al establecimiento de la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.

El primero que se presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés, disertador de la escuela «Dada» y que había sido pescado, naturalmente, en Montparnasse. Pequeño, moreno. calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de provincias.

—Nos recomendó usted, a mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado internacional. Je me flatte d’avoir réussi au delá de vos espérances. Usted sabe que cada lengua tiene su musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido. Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso. y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voilá mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous meme.

Y al decir esto, Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa y una reverencia. El título de la primera poesía decía:

Gesang of a perduto amour

Y leí los primeros versos:

Beloved carinha, mein Wettschmerz
Egorge mon time en estas soledades,
My tired heart, Raju presvétlyj
Muore di gioia, tel un démon au ciel.
Lieber himmel, castillo de los Dioses,
Quaris quot, durerd this fun desespére?
Aquadrvak Chic drévo zizni…

Mi ignorancia lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta Cocardasse.

—¿Tal vez no le parece equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia demográfica y política…

Comprendí que era inútil discutir con semejante imbécil.

—Continúe su trabajo —le dije—, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible de una amplia venta.

Despedido Cocardasse, fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de doscientos centímetros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla. Parecía nacido del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin un revólver en el bolsillo.

—Aunque de pura raza germánica —comenzó diciendo Muttermann con aire solemne—, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice exactamente así: S’il y a un homme tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans une page, toute une page dans une phrase, cette phrase dans un mot, c’est moi. De este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico. El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa enorme de hierba y de flores.
»Mi vida es fidelidad a este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que debía contener no sólo mi Weltanschauung, sino de paso, la revolución histórica de la humanidad en torno al mito central de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta, cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica, quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado de mis treinta años de fatigoso forcejeo en el camino de la perfección.

Y al decir eso puso sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una elegante escritura bastarda, había esta palabra:

Entbindung

Nada más. El resto de la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi perplejidad.

—¿No encuentra usted tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de «religar»), los abusos de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro aspecto del drama cósmico. Entbindung es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada, al fin, de los mitos y de las leyes. Aquí está comprendida la doble respiración del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!

Los ojos de Muttermann comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.

El tercer poeta era uruguayo y procedía de la escuela «ultraísta». Carlos Cañamaque era jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.

—Yo también —me dijo— he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad, un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo, este madrigal.

No pude menos que leer:

Lienzo, sombra, suspiro
Amarillas, misterios, desierto
Huella, palabra, doliente, Tiro
Faraón, corazón, labios, huerto.

Mi paciencia, puesta a prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.

—¿Y cree usted, señor Cañamaque —grité—, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!

El pobre Cañamaque bajó sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:

—Así han sido tratados siempre los descubridores de mundos nuevos.

Y dignamente salió, sin ni siquiera saludarme.

El cuarto poeta que se me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre los manos, por el terror de una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka, decían sus amigos.

—Señor Gog — comenzó—, no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.

Era un pequeño volumen encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba, en la parte superior, un título. Lo demás estaba vacío.

—Vea —añadió Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación individual, un «la» para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera poesía, por ejemplo, se titula: «Siesta del ruiseñor abandonado.» Hay todos los elementos para la eflorescencia poética. La «siesta» le da la estación y la hora; el «ruiseñor» le evoca toda la música, todo el amor; y ese «abandonado» le induce a elaborar los temas eternos de la traición y el dolor. Reflexione algunos minutos sobre este título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente, gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.

No tuve ni siquiera fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado, que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto poeta.

La misma noche me marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi olfato en el business. Y comienzo a comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república. En este negocio he experimentado una pérdida de treinta y dos mil dólares.

Giovanni Papini, Gog, 1931

Giovanni Papini

Historia desaforada (Adolfo Bioy Casares)

Mientras me preparan el té (ojalá que venga bien caliente) voy a probar este grabador; sería lamentable que por negligencia mía o por inconveniente mecánico se perdieran las declaraciones del profesor Haeckel. Como el tecito se hace esperar, diré unas palabras que a lo mejor sirven de introducción.

Haeckel es un personaje raro, que el público ignora y que unos pocos biólogos, los más famosos, respetan. Puedo asegurar que rehuye a los periodistas. Cuando el secretario de redacción me ordenó, desde Buenos Aires, que lo entrevistara, empecé una persecución por toda Europa, que duró un año.

Hoy a la tarde salí de Ginebra, seguro de que allá no estaba el profesor, pero no de seguir una buena pista. Pasé por Brigue, subí un camino de montaña y, al caer la noche, me encontré casi perdido en una tormenta de nieve. A mi izquierda aparecieron, súbitamente, unas luces. Cuando leí Se venden cadenas detuve el automóvil.

Me las vendió un inpiduo que estaba en la puerta de un bar. Le dije que las colocara y entré a tomar un vaso de aguardiente, con una aspirina, porque tenía fiebre. Además, me dolía la cabeza, me dolía la garganta, estaba engripado. En el mostrador me vi rodeado de parroquianos, sin duda campesinos, que me miraban de reojo, hablaban entre ellos y no ocultaban ocasionales risotadas. «Éstos son los hombres sabios del tango», pensé. Les pedí consejos para manejar mi coche, a través de la tormenta de nieve, por la montaña. Creo que nadie me contestó. Recordé historias contadas por mi padre, de cómo nuestros gauchos se mofaban de los extranjeros y, si podían, los precipitaban en el error. Aunque yo no esperaba ningún socorro, expliqué:

—Voy a seguir por el camino del Simplón, hasta Domodossola y Locarno.

Uno preguntó en voz alta:

—¿Le decimos que si llega a sentirse muy solo en la montaña pare en Gabi?

—En casa del profesor —respondió otro—. Allá va a encontrar buena compañía.

La ocurrencia los alegró sobremanera. Todos hablaron; nadie se acordó de mí. Salí de ese bar, palpé las cadenas para comprobar si estaban bien ajustadas y continué el viaje, por angostos caminos rodeados de precipicios, en medio de una tormenta de nieve que no me permitía ver por dónde avanzaba.

Después de una interminable hora de marcha lentísima, en que atravesé túneles, oí el rumor de cascadas y me pareció ver edificios iluminados que en un instante se disolvían en la noche, sucedió algo que no entiendo bien. Un enorme bulto blanco embistió con fuerza el lado derecho del auto, lo hizo tambalear, lo proyectó contra la montaña a pique. Si la embestida hubiera venido del lado izquierdo, yo no me salvaba del precipicio. Aceleré. Gracias a las cadenas, el coche se afirmó, retomó el camino. Me faltó valor para detenerme y averiguar qué pasó. Fue como si me llegara entonces todo el miedo de estar solo, en parajes desconocidos, en esa noche espantosa. Tenía tanta fiebre que soñaba despierto y tal vez confundía sueños con realidad. Pensar que yo me he jactado de no perder nunca la cabeza.

En un valle, que de pronto se abrió en la montaña abrupta, pisé una casa apenas iluminada. Me dije: «No doy más», tomé un sendero lateral y detuve el coche junto a la casa. Era un chalet, un caserón suizo, de techo de dos aguas. En el frente, en letras coloreadas que se entrelazaban con los angelotes de un fresco, leí la palabra Gabi.

Sacudí el llamador. Por último corrieron el visillo y, desde adentro, me examinaron con una linterna. Oí un sucesivo abrir de cerrojos. Instantes después me llevé una gratísima sorpresa: tenía ante mí al profesor Haeckel.

El profesor, hombre menudo, movedizo, de cabeza grande para el cuerpo, afablemente me pidió que entrara y, en cuanto obedecí, cerró la puerta con varios cerrojos, «para que no entrara también el frío». Me encontré en un espacioso hall, sin muebles, que a pesar de que yo venía de afuera me pareció destemplado. Una escalera, de roble probablemente, llevaba al piso alto. Haeckel dijo:

—Qué noche. Por su cara se ve que está cansado y con frío. Venga a mi escritorio.

Abrió una puerta, pasamos, la cerró. Quizá porque el cuarto es chico, o porque no tiene más aberturas que esa puerta, la ventana y la chimenea, donde arden troncos de pino, por primera vez en la noche me sentí reconfortado y seguro. Me acerqué a la ventana, entreabrí la cortina, vi la negrura de la noche, unas rejas blancas y, en sesgo, leves pintas de nieve.

—Cierre esa cortina. Da frío mirar la noche —dijo, sonriendo—. Por favor, siéntese junto al fuego, mientras voy a preparar un té.

Cuando quedé solo me dije: «La noche, que empezó amenazadora, concluye bien». No quiero exagerar, pero aparentemente he olvidado (mi organismo ha olvidado) la gripe.

Ahora el profesor me trae el té. Vamos a empezar la entrevista.

—¿Puedo preguntar lo que se me ocurra?

—Lo que se le ocurra.

—¿Usted se considera un hombre contradictorio?

—Yo diría más bien voluble. Impulsivo.

—Durante un año se me escapó y ahora, cuando lo encuentro, parece contento de verme.

—Ya le dije: soy impulsivo. Usted me atrapó y, por el trabajo que le di, siento que le debo algo. En lugar de abatirme, celebro la nueva situación.

—¿Es optimista?

—Inestable y, también, bastante indiscreto. Como creo que todo es precario, no doy a nada mucha importancia, lo que suele costarme caro. Encontrar el lado cómico de las situaciones me reconcilia con el mundo y con mi destino.

—¿Se queja de su destino?

—No, aunque en el destino de un aprendiz de brujo hay altibajos.

—¿Se considera aprendiz de brujo?

—Como cualquier investigador que realmente contribuye al progreso de la ciencia.

—¿Por qué rehúsa las entrevistas? ¿Es tímido? ¿O no quiere quitar tiempo a su trabajo?

—No veo por qué tiene que ser por una de esas razones.

—No las llame razones. Son pretextos. Tanta gente hoy en día rehuye las entrevistas, que me pregunto si no hay que pensar en una epidemia o en una moda.

—En mi caso, no.

—A todos nos duele admitir que el impulso de imitación nos maneja. Para el sociólogo Tarde, es el motor de la sociedad.

—A lo mejor ese Tarde tiene razón, pero yo evito a los periodistas por un motivo serio. Para mí al menos.

—Dígalo.

—No, no puedo.

—Me parece que al llamarse indiscreto faltó a la verdad.

—Bueno. Seamos consecuentes: nada importa nada. Se lo diré: alguien quiere matarme.

—De modo que mientras yo lo buscaba para entrevistarlo, usted huía de otro.

—Exactamente.

—¿Cómo voy a creer eso?

—Evito a los periodistas porque son tan indiscretos como yo. Aunque no se lo propongan, dan indicios y orientan al hombre que me busca.

—Un personaje bastante increíble.

—Él será increíble, pero usted es presuntuoso. Dice que me alegré de verlo. ¿Por qué voy a alegrarme de ver a una persona que no conozco?

—Me pareció que se alegraba.

—Puede ser, pero no de verlo a usted. De no ver al otro.

—Y ¿por qué ese otro quiere matarlo?

Como se ha dicho, nuestras culpas nos persiguen. Primero fui médico y sólo después me dediqué a la investigación. Entre mis pacientes, había uno al que yo llamaba el Buey. Era un hombre viejo, alto, fuerte, serio, de poca inteligencia y ningún sentido del humor. Creía firmemente en sí mismo y en unas pocas personas, entre las que me contaba. Como era perseverante, con tiempo y trabajo se labró una situación que llegó a ser sólida, cuando ya no le quedaban muchos años para gozarla. Un día el Buey me recordó una frase que yo habría dicho en su primera visita a mi consultorio: «En cualquier situación, aun en las que no tienen salida, la inteligencia encuentra el agujerito por donde podemos escapar». El Buey agregó que por esa frase vivió con esperanza.

—¿No temió defraudar a un hombre tan crédulo?

—Parece que también en esa primera entrevistas el Buey me dijo que una situación sin salida era la vejez, y que yo contesté: «Lo que no impide que un día la tenga». Por si fuera poco, prometí buscarla.

—No se queje. Prometió demasiado.

—Ya verá. Un día le anuncié que había encontrado el tratamiento… Créame, aún hoy, después de todas las cosas malas que nos alejaron, recordar la cara del pobre hombre en esa hora de esperanza, me conmueve un poco. Para llamarlo a la realidad, le advertí que no había hecho ensayos. Ni siquiera con animales. Me dijo que no le quedaba tiempo para esperar, que probara con él. Cuando le hablé de posibles efectos enojosos, me hizo una pregunta que yo había previsto. Dijo: «¿Peores que la muerte?». Pude asegurarle que no.

—Y convertir al Buey en conejito de India. Pero ¿hay o no hay tratamiento?

—¿También usted quiere convertirse en conejito?

—Por ahora me contentaría con saber en qué consiste el tratamiento y cómo lo descubrió.

—Partí de una reflexión. Para devolver la juventud, debía saber dónde encontrarla. La juventud flamante, sin deterioro, sólo existe en organismos que crecen. Al cesar el crecimiento, empieza el declive hacia la vejez. Aunque no lo notemos, ni lo noten otros.

—¿Usted detectó hormonas que fuera del período del crecimiento no se encuentran?

—Digamos que aislé elementos que después del crecimiento no actúan.

—¿Los aisló y los inyectó en su paciente?

—Pensé que un organismo viejo, aunque sólido, requería una dosis fuerte.

—¿A qué llama una dosis fuerte?

—La que actúa en cualquier chico de dos años. Entienda: podía apostar a la expansión o a la juventud. Aposté a la juventud y ganamos.

—¿Qué pasaba si ganaba la expansión?

—El Buey hubiera estallado como el sapo de La Fontaine.

—¿No estalló?

—Prevaleció la juventud. El organismo toleró ese embate generalizado. Es verdad que tuve la precaución de fortalecer los cartílagos.

—¿Debo entender que su paciente recuperó la juventud y está feliz?

—Feliz, no. Hubo una considerable expansión que el Buey, como le dije, toleró bien. Físicamente, le pido que me entienda, porque su ánimo no se repuso.

—¿Usted cree que se va a reponer?

—Lo dudo.

—¿Su paciente no toma las cosas demasiado a pecho?

—Yo diría que el cambio lo sorprendió.

—¿Un cambio para bien?

—En un aspecto, el de la juventud, desde luego; pero está el otro. Póngase en su lugar. Considere que un niño de dos años triplica su tamaño.

—¿No me diga que el pobre hombre lo triplicó?

—¿Cómo se le ocurre? Para eso deberán pasar dieciocho o veinte años; sólo pasaron cinco. Ya es enorme.

—¿Más de dos metros?

—Mucho más. Piense que el Buey creció como un niño de dos años que midiera un metro ochenta…

—Pobre hombre. ¿Está disgustado?

—Está verdaderamente triste. Quizás imaginó que los malos efectos de que le hablé serían vértigos o una erupción en la piel. Como todo el mundo, cree que el mal que lo aqueja es el peor.

Llegó a pedir que le diera algo para detener el crecimiento.

—¿Se lo dio?

—Le receté placebos, remedios inocuos. Usted sabe: aqua fontis, panis naturalis. Ya había experimentado en exceso con las glándulas de su organismo. Traté, eso sí, de acompañarlo, de confortarlo.

—Me parece bien de su parte.

—Pero comprenda: cierto gigantismo equivale al destierro. Para mi paciente no hay mujeres, ni cines, ni camas, ni automóviles, ni casas. ¡Los departamentos modernos tienen techos tan bajos! Además, el pobre Buey es un hombre tímido. Que lo vean le da vergüenza.

—Tuvo suerte de contar con un médico muy compasivo.

—Hasta cierto punto, nomás, hasta cierto punto. En esta vida precaria nada dura, ni siquiera nuestros buenos sentimientos. Llegó el día en que me cansé de la compasión y eché todo a la broma.

—¿Ante su propia víctima?

—Sí, una barbaridad. El Buey, en una de mis visitas, porque ahora yo lo visitaba, me dijo que mientras le alcanzara el dinero se confinaría en su casa, pero que probablemente en un futuro no demasiado lejano tendría que trabajar.

—¿De qué?

—Eso mismo le pregunté yo. Me dijo: «De monstruo de circo». Su respuesta me pareció tan apropiada y tan absurda, que tuve ganas de reír. Le dije: «A veces me parece que se queja por gusto. Muchos sufren por ser enanos. Por ser alto, nadie». Se disponía a contestar, porque pensaba que yo hablaba en serio, pero al ver mi cara vaciló, como si no pudiera creer que yo bromeara con su desgracia. Después de mirarme desconcertado, me agarró del pescuezo y me sacudió como un pajarito.

—Sacudido por ese gigante ¿quién no parecerá un pajarito?

—Yo más que otros. Por casualidad me salvé de que me matara. Me dejó desvencijado y dolorido.

—¿Volvió a verlo?

—Claro. Quizás usted tenga razón y yo sea un hombre contradictorio. Primero hago crecer al Buey y después me siento culpable. Conozco mis defectos, pero no siempre los corrijo.

—Todos somos iguales. Cuénteme cómo fueron esas entrevistas.

—El Buey, que es un hombre obstinado, mantuvo su resentimiento. Las entrevistas fueron penosas para ambos. Sin llegar a suprimirlas del todo, las espacié. Entonces noté en mí una reacción poco atractiva.

—¿Qué notó?

—Cuando estaba con él me sentía compungido, casi avergonzado de haber provocado su desgracia. Pero bastaba que no lo viera durante dos o tres días para olvidar culpa y dolor. Hasta me sentí inclinado a celebrar el lado cómico de la historia.

—Aun si hay lado cómico, no creo que usted sea el indicado para celebrarlo.

—Si por lo menos lo hubiera hecho en el secreto de la conciencia…

—¿Lo ofendió?

—Vino un periodista. Cuando son inteligentes, me siento cómodo con ellos y me parece una mezquindad no hablarles abiertamente. Mi convicción de que todo es precario me lleva a pensar que el porvenir también lo será y que nada tiene importancia. Creo, eso sí, en cada momento, como si fuera un mundo, el último mundo definitivo, y digo toda mi verdad.

—Me gustaría saber cómo esas reflexiones generales repercutieron en su conversación con mi colega.

—Irreparablemente. Hice bromas y confidencias. Fui indiscreto. ¿A que no sabe qué dije?

—No.

—Dije que desde el principio preví el crecimiento de mi paciente y que dominado por la curiosidad, y porque la situación me pertía, llevé el experimento hasta las últimas consecuencias.

—¿El Buey le metió pleito?

—No.

—Menos mal.

—Mucho peor. Me llamó para decirme que había leído en el diario la entrevista y que iba a matarme. Dijo: «Porque durante buena parte de la vida lo respeté, ahora no quiero tomarlo de sorpresa. Está prevenido».

—¿Usted qué hizo?

—Las valijas. Me fui en el primer avión. El Buey me siguió, según me explicaron, en avión de carga. Recorrimos toda Europa. Hasta ahora, yo siempre a la cabeza, aunque seguido de cerca, créame. No sabe con qué precipitación tuve que abandonar ciudades en que me encontraba a gusto.

—¿No se habrá ido alguna vez porque yo llegué y usted creyó que era su paciente?

—No hay confusión posible. Por más que se cuide, el pobre diablo llama la atención. Gracias a eso yo estoy vivo. Oiga lo que pasó en el Grand Hotel de Estocolmo. Insistían en traerme un diario ¡escrito en sueco!, que deslizaban por debajo de la puerta de mi habitación. Una mañana, cuando me disponía a tomar un agradable desayuno, recogí el diario y al ver una fotografía dije en voz alta: «No sabía que en estas latitudes festejaran el Carnaval». Me puse los anteojos, porque sin ellos todo es borroso para mí, y no pude reprimir un gemido. La fotografía no mostraba, como yo creía, al gigante de una carroza de máscaras. Mostraba a mi gigante, el Buey, rodeado de pobladores de Estocolmo, que lo miraban embelesados.

—¿Usted de nuevo hizo las valijas?

—Y tomé el primer avión, a las Baleares. Desde entonces no paso un día, en un lugar, sin preguntar en restaurantes, hoteles, cafés, quioscos de diarios y revistas, ¡donde se le ocurra!, si por casualidad no vieron a un gigante.

—¿No aparecerá por aquí?

—Por lo menos hoy, no. Viaja a pie y, cuando un camionero se apiada, en la caja del camión. Me dijo alguien que ayer lo vieron en la zona de Dolder, cerca de Zürich. Aunque en esta casa no corro peligro (la puerta es muy sólida y puse rejas en las ventanas), para mayor seguridad mañana levanto campamento y me voy a Italia.

—Mejor sería adelantar el viaje.

—¿Le parece?

—Estoy pensando que tal vez lo vi en el camino.

—Ese monstruo no se cansa de perseguirme. ¿Dónde lo vio?

—Cerca de acá. Yo venía de Ginebra, por Brigue. De pronto dan un golpe en el lado derecho del automóvil y tengo una visión extrañísima.

—¿Cómo fue?

—Duró un segundo nomás. Creí que soñaba. De la tormenta de nieve sale una gigantesca aparición y cae sobre el coche, con los brazos abiertos.

—¿Lo habrá matado?

—Creo que no.

—Más vale irnos ahora mismo.

—Va a tardar un rato en llegar. Seguro que el encontronazo lo dejó maltrecho.

—De todos modos, usted y yo nos vamos. En cuanto encuentre el libro que estoy leyendo.

—¿Dónde vamos?

—Usted me sigue, en su auto, hasta Crévola, y ahí toma la ruta directa a Locarno. Yo me voy a Milán. No quiero que por mi culpa le pase nada.

—Después ¿usted qué haría si fuera yo? ¿Le parece una imprudencia mandar nuestra conversación para que se publique?

—Haga lo que quiera. ¿Qué es eso?

—¿Qué?

—¿No oye? Golpean.

—Creo que tiene razón.

—Golpean a la puerta.

—No abra.

—Pierda cuidado.

—Si no abrimos ¿a la larga se irá?

—Mejor hacernos a la idea de que vamos a estar sitiados. Tenemos alimentos para unos días.

—¿Oyó? Es como si rajaran madera. ¿Habrá volteado un árbol?

—Volteó la puerta. Voy a recibirlo. Mejor así: no puedo pasarme la vida huyendo. Usted se queda acá, tranquilo. Soy médico. Sé calmar a los furiosos.

¿Qué hago ahora? De poco valdrá mi ayuda contra alguien capaz de voltear semejante puerta. Huir por la ventana es imposible. Los barrotes están demasiado juntos. Los gemidos del profesor me ponen nervioso. No puedo pensar. No importa: voy a mantener la calma. Ese golpe seco debe de ser de un mueble, que tiró el gigante, contra la pared. No: en el hall no hay muebles. Si no fue un mueble, fue el cuerpo del pobre Haeckel. Ahora no se oye nada. Es horrible este silencio. Me parece que veo lo que hay detrás de la puerta. El cadáver de Haeckel en el suelo, el gigante mirando a su alrededor y preguntándose qué hacer. Aunque le cuesta pensar, de pronto recuerda que un criminal no deja testigos. Va a revisar la casa. Ojalá no empiece por este cuarto. Oigo el crujir de peldaños. Pasos muy pesados y lentos van subiendo. A lo mejor me salvo. En cuanto calcule que el gigante llegó al piso de arriba, corro afuera y me voy en el coche. Locarno está demasiado cerca. No paro hasta Italia. Hasta Sicilia. Siempre quise conocer Sicilia. Me cuidaré bien, si me salvo, de publicar la entrevista. El gigante no tendrá nada contra mí. Siguen los pasos. La escalera no acaba nunca. No puedo creerlo. Está bajando. Cambió de idea y va a empezar el registro por abajo. Escondo el grabador, detrás de unos libros, para que no lo destruya, si viene acá. Esos pasos, que no quiero oír, se acercan. Se abre la puerta. Apago el grabador.

Adolfo Bioy Casares, Historias desaforadas, 1986

Adolfo Bioy Casares

Mudanza (Julio Cortázar)

Bah, si no fuera más que la oficina, pero el viaje de vuelta ahora que la gente tiene que hacer cola para subir a los vehículos y dentro de los tranvías permanece y se estanca el mismo aire de encierro sin tiempo de renovarse, especie de tapioca blanquecina que se respira y se expele: un asco. Con qué alivio baja Raimundo Velloz del 97 y se queda en el refugio tocándose los bolsillos por fuera con el gesto del asaltado, del que ha tenido que pagar bruscamente una cuenta y medita de a poco la modificación del presupuesto, cómo hay dos billetes de diez en vez de uno de cien. Es de noche, anochece temprano en junio. Piensa en su sofá del estudio, la taza de café que María prepara tan caliente, las pantuflas con mullido forro de panza de guanaco. Y el boletín de la BBC a las diez.

La oficina lo cansa, lo dobla, lo cierra como un puerco espín contra todo lo que no sea reposo después del horario obligado. Ferrocarriles del Estado, su oficina en Contaduría… El límite del deber concluye a las siete, no antes, no después. Su descanso principia a las ocho y cuarto cuando él toca el timbre y oye los pasos familiares ahogados aún por la puerta, en seguida los saludos y alguna pregunta y el sofá. Cinco años de Contaduría —todavía era joven—, diez años —todavía no era viejo—, quince años en septiembre, el veintidós de septiembre a las once de la mañana. Buena hoja de servicios, cuatro ascensos —y él sube ahora, como ilustrándose por fuera el hilo del pensar, la escalera de la casa de departamentos—. Nada que reprocharse, un premio de cinco mil pesos en la lotería de Tucumán, el terrenito en Salsipuedes, suscriptor de El Hogar, amigo de los niños y no demasiado nostálgico de su soltería. Tiene a su madre, a su abuela, a su hermana. El sofá, el café, BBC. No es poco, cuántos otros… Y ya está en el segundo piso y la señora de Peláez —si es la señora de Peláez, porque suele transformarse en maisons de beauté y es el escándalo del barrio— lo saluda en el descansillo y a él le parece levemente más joven, cosa increíble.

«El universo», piensa Raimundo Velloz, «¡qué tontería!» La unidad patraña de metafísico. (El es egresado del Nacional Central). No hay un universo, hay millones y millones uno dentro de otro y dentro de cada uno otro y dentro de cada otro cinco, diez, catorce universos variados y distintos. Le gustan las series concéntricas de pensamientos, columnillas de conceptos en connotación creciente y decreciente. Se parte del grano de café, la cafetera que lo contiene, la cocina que contiene la cafetera, la casa que contiene la cocina, la manzana que contiene… Y se puede seguir por las dos puntas de la imagen, por el grano de café que involucra mil universos, y el universo del hombre que es un universo dentro de quién sabe cuántos universos, que tal vez —y se acuerda de haberlo leído— es solamente un pedacito de la suela del zapato de un niño cósmico que juega en un jardín (cuyas flores serán naturalmente las estrellas). El jardín forma parte de un país que forma parte de un universo que es un pedacito de diente de ratón apresado en una ratonera puesta sobre la masa de un desván en una casa de arrabal. El arrabal forma parte… Un pedacito de cualquier cosa pero siempre un pedacito, y la magnitud es una ilusión que casi da lástima.

Y el sofá.

María le abre la puerta antes de que haya tocado el timbre. Le pone la mejilla blanquísima que a veces surcan dos finas venas como de acuario, Raimundo la besa y nota que la mejilla no es tan suave y tersa, tiene por un segundo la impresión de que ha besado otra mejilla, él que no sabe de mejillas y solamente las calcula en el cine y alguna vez dormido después de haber abusado del pâté de foie. María lo contempla con aire discreto y azarado.

—Tardaste más que otras veces, son las ocho y veinte pasadas.

—El tranvía. Me parece que se quedó mucho rato detenido en el Once.

—Ah. Abuelita estaba inquieta.

—Ah.

Oye cerrar la puerta a su espalda, cuelga el paraguas y el sombrero en las perchas del pasillo, va al comedor donde están su madre y su abuela terminando de poner la mesa. Sin decirlo (porque ese vestido está visiblemente usado y sólo por distracción ha podido no reparar antes en él) se acerca a su madre y la besa. Qué dulce sosiego, una sensación correspondiendo exactamente a lo que el hábito pretende y espera. Mejilla un poco áspera (porque su madre se depila las mejillas, es natural), sabor a durazno y un débil aroma a cartas, a cintas rosa. Tan sólo el vestido… Pero la jovial amenaza del dedo de la abuela lo trae hasta ella, apoya las manos en sus hombros fragilísimos —¿pero son tan frágiles, no los siente resistir y amortiguar la presión moderada de sus manos?— y la besa en la frente cenicienta y sutil cuya piel ha de ser apenas una levísima tela protegiendo el hueso inimaginable, sordo.

—¿Te inquietaste por mí? Apenas cinco minutos tarde.

—No, pensé que el colectivo se habría retrasado.

Raimundo va a su asiento y apoya los codos en la mesa. No se le ocurre lavarse las manos como de costumbre; curioso que María no se lo recuerde, ella que tiene ideas fijas sobre profilaxis y adivina contaminaciones en los pasamanos de los tranvías. Recuerda que su abuela acaba de confundir el tranvía con un colectivo, él no toma nunca un colectivo y ya deberían saberlo. Salvo que haya oído colectivo y en realidad se trate del tranvía 97.

Salvo que en realidad se trate del mismo cuadro y que la luz de la araña, dándole con raros reflejos en el vidrio, le cambie esta noche los labios y se los torne gruesos y un poco verdes. Desde el sofá se tiene una clara visión del retrato del tío Horacio, y Raimundo no recuerda haberle visto nunca esos labios y esa mano colgando como un pañuelo abierto, porque en realidad el retrato del tío Horacio tiene las manos en los bolsillos; solamente un reflejo distinto de la araña del estudio puede fingir esa mano blanca y esos labios casi verdes, y además que todo el aire del retrato es de una mujer y no del tío Horacio.

Comentarios de Atalaya, de la BBC. Nada mejor que esos comentarios con el picor caliente del café que María le alcanza desde atrás del sofá. Raimundo lo recibe agradecido, sus pies se pasean ampliamente en las pantuflas abrigadas y todo él está cómodo y abandonado, pero tal vez un poco menos que otras noches, que las otras noches de la casa. Alguien canta en la cocina la canción que su madre canta mientras seca la vajilla. Es la misma canción —Rosas de Picardía, muy pocas veces Caminito— y la misma manera de cantar de su madre, solamente la voz más ronca y grave, algún enfriamiento al asomarse por la tarde a mirar la plaza desde el balcón.

—Anda, dile a mamá que tome aspirina y se abrigue la garganta.

—Pero si no tiene nada —rezonga María que lee el diario en el sillón bajo—. Tío Lucas estuvo esta tarde y la encontró espléndida.

Deja la taza en el platillo y mira despacio a su hermana. Una broma suya, su madre no tiene sino hermanos ya muertos. Ahora disimula detrás del diario; mejor seguirle la corriente y ganarle en viveza.

—Lástima que tío Lucas no sea médico. Así su opinión tendría valor.

—No es médico pero sabe mucho —dice la voz serena de María, y sus manos que a Raimundo le parecen más grandes que las de María agitan levemente las páginas del diario.

—Me da la impresión de que está afónica. ¿Y abuelita, no se acostó?

—Oh, ella se acuesta tarde, lo sabes. Todavía tejerá un buen montón de hileras.

Sigue la broma y Raimundo comprende que sería poco elegante malograr lo mucho que María ha de estar divirtiéndose. Como cuando eran chicos y jugaban a imaginarse grandes, casados, con hijos y tareas importantes. Días y días haciéndose preguntas sobre los respectivos hogares, los cónyuges, la salud de Raulito y Marucha… Hasta que un día se peleaban o el olvido venía a devolverles una infancia sin problemas. Curioso —hasta un poco triste— esa resurrección en María de las antiguas farsas; como si alguna vez la abuelita hubiera sabido tejer. Ahora está mirando la puerta y parece esperar algo. Chica rara, de pronto se peina el cabello recogido y se lo oxigena, y el timbre llama a una hora en que jamás llama el timbre en la casa.

—¿Quién diablos puede ser? —murmura Raimundo.

María se ha levantado y está ya junto a la puerta cuando da vuelta la cabeza para mirarlo.

—¡Por Dios que estás raro! La portera, naturalmente.

No tan naturalmente, porque es inaudito que la portera suba a esa hora. María recibe unas cartas y la llave del buzón, cierra la puerta con indiferencia y mira una por una las cartas inclinándose hacia la lámpara, hasta casi tocar la cabeza de Raimundo con las manos.

—Todas para mamá —dice decepcionada—. El Bebe no me ha escrito… Pero que espere carta mía, ah, que espere.

El vestido de la madre desaparece en parte bajo un delantal de cocina que justamente empieza a quitarse cuando entra en el estudio. Tiene las manos enrojecidas por el agua caliente, sonríe satisfecha y cansada. Recibe el manojo de cartas y las pierde en un gran bolsillo del que sale una especie de puntilla rosa muy bonita pero que a Raimundo no le parece adecuada para un bolsillo; como un cuello trasladado al sitio del bolsillo. ¿Y en el cuello? Muy simple, el género termina liso sin más que un dobladillo un poco fruncido. Raimundo, que se ha estado preguntando a quién llamará María el Bebe, piensa que su madre sabe de vestidos y le sonríe cuando pasa junto a él.

—¿Cansado?

—No, como siempre. Esta noche no hay noticias interesantes.

—Oigamos música.

—Bueno.

Mueve el dial, espera, escoge, desecha. ¿Dónde está su madre? ¿Dónde se ha metido María? Solamente la abuelita pasa lentamente, se reclina en el sillón —ella que debería irse a dormir temprano como le ha mandado el doctor Ríos— y lo observa atenta.

—Tienes un horario muy largo, hijito. Se te nota en la cara.

—El horario de siempre, abuelita.

—Sí, pero es muy largo. ¿Qué música están tocando?

—No sé, tal vez desde Nueva York; una jazz. La saco, si quieres.

—No, me gusta mucho; está muy bien esa orquesta.

El hábito, piensa Raimundo. Hasta las viejas generaciones aceptan por fin lo que hasta el día antes —a esa misma hora— les parecía abominable, música de perros, castigo del infierno. Lo asombra lo fuerte que está su abuela y por nada del mundo la mortificaría sugiriéndole que vaya a acostarse; si esa noche ha decidido hacer su voluntad es señal de buena salud y mente despejada. Ni siquiera se acepta a sí mismo un comentario cuando la ve inclinarse hacia una bolsa que cuelga del sillón y sacar tejido negro, agujas, mirarlo todo con un profundo y absorto aire de conocedora. ¿Por qué asombrarse? Las costumbres de la casa varían sin que él lo note; tantas horas de oficina, absorbido noche y día por los problemas de la Contaduría… Se siente alejado, distante de los suyos, piensa que habrán pasado semanas en que ha sido un mero autómata llegando de noche, poniéndose las pantuflas, escuchando la BBC y durmiéndose en sofá. Y entretanto su madre cortaba el vestido, María se amigaba con el Bebe, la abuelita aprendía a tejer. ¿Para qué asombrarse? A lo sumo de haber estado tan lejos y ser tan otro del que debería ser, mostrarse tan mal hijo y mal hermano. La vida tiene esas cosas y no se puede tomar con ligereza una oficina de los Ferrocarriles del Estado. Al fin y al cabo si algo cambia en la casa a él no tiene por qué afectarlo personalmente; no es posible que todos estén dependiendo de su voluntad. Y luego que los cambios son simples detalles, una modificación en la luz de la araña que torna distinto el retrato del tío Horacio, un amigo de su hermana, la portera que se le da por subir la correspondencia vespertina, un bolsillo raro de su madre, su abuela más vigorosa y sin esos hombros esmirriados y fragilísimos de antes. Detalles, cosas que tienen que ir sucediendo en una casa.

—Lucía —dice la voz de su madre (sí, está afónica) desde el dormitorio.

—Voy, mamá —responde sin sorpresa la voz de María.

Por fin dejó de querer pensar —ya todos dormían— y fue a acostarse a su vez. Le gustaba la luz del cuarto, era más velada y dulce para sus ojos deshechos por las columnas de cifras. El piyama entró en él sin que casi advirtiera los movimientos mecánicos que lo incorporaban a su cuerpo; se tendió de espaldas y apagó la luz.

No había querido verlas. Cuando fueron a él y le desearon buenas noches inclinándose sobre el sofá, cerró los ojos con un remoto sentimiento de imposible y aceptó los tres besos, los tres buenas noches, los tres juegos de pasos que se alejaban rumbo a los dormitorios. Entonces apagó la radio y quiso pensar; ahora estaba acostado y no quería pensar. Entre ambos momentos le pareció comprender lejanamente que no comprendía nada; sólo entendía con precisión las ideas más estúpidas. Por ejemplo: «Como todos los departamentos son iguales, pude haberme…». Ni siquiera llegó al final de la idea. También esto, menos estúpido: «¿No será que me estoy empezando a…?». Y después, como un resumen de su conducta habitual: «Tal vez mañana…». Por eso se había acostado, como si el sueño pudiera interponerse y cerrar un ciclo donde algo se estaba desorganizando y moviendo de un modo que no quería concebir. Todo volvería a estar bien con la mañana. Con la mañana todo volvería a estar bien.

Probablemente durmió pero a Raimundo le costaba distinguir entre el recuerdo de sus pensamientos de semisueño y sus sueños. Tal vez se había levantado a alguna hora de la noche (pero eso lo pensó mucho más tarde mientras copiaba torpemente un acta en el gran libro que le dieron en la oficina de Correos y Telégrafos de la Nación) y anduvo por la casa sin saber exactamente para qué pero seguro de que era necesario y que si no lo hacía iba a acometerle el insomnio. Primero fue al estudio y encendió la lámpara para mirar entre las penumbras de la pared del fondo el retrato del tío Horacio. Lo habían cambiado, allí había una mujer de manos colgantes y labios finos, casi verdes por capricho del pintor. Recordó que a María no le gustaba mucho el retrato del tío Horacio y que alguna vez había hablado de descolgarlo. Pero él no conocía a esa mujer maligna y rígida; esa mujer no era de su familia.

Una respiración espesa venía del dormitorio de la abuela. Quién sabe si Raimundo fue hasta allí pero él se veía entrando en la habitación y observando —al débil reflejo del estudio— el rostro apoyado en la almohada como un perfil de moneda sobre una felpa numismática. Largas trenzas caían sobre la almohada, trenzas negras y espesas. El perfil estaba en sombras y sólo inclinándose mucho hubiese alcanzado Raimundo a distinguir a la abuela. Pero las trenzas negras, y además el bulto del hombro poderoso, y luego el volumen de la respiración. Posiblemente de allí volvió al comedor o se paró un rato a escuchar el aliento de María y su madre, que dormían en la misma pieza. No entró, ya no podía entrar en otro dormitorio, era hasta difícil volver al suyo, cerrar la puerta, correr el cerrojo —tan enmohecido de no correrlo nunca—, tirarse en la cama de espaldas y apagar la luz. Quién sabe si anduvo tanto por la casa; uno sueña a veces que anda por la casa y en realidad no hace más que dar vueltas en la cama, sollozando de pronto como bajo una inmensa congoja, y repetir nombres, y ver caras, y calcular estaturas, y el Bebe que no escribe.

De mañana rozan el picaporte y Raimundo se endereza recordando que ha corrido el cerrojo y que es una idiotez que le valdrá inacabables bromas de María. Como tiene puesto el piyama salta de la cama y corre a abrir. Sonriéndole entra Lucía con la bandeja del desayuno y se sienta al pie de la cama; no parece extrañada de que él haya corrido el cerrojo y él tampoco está muy extrañado de que ella no esté extrañada.

—Creí que ya te habías levantado. Te has dormido y vas a llegar tarde.

—De aquí a las doce…

—Pero como tú entras a las diez… —comenta Lucía mirándolo con una lejana sorpresa. Es una muchacha muy rubia y alta, tiene piel morena que le queda espléndidamente como a todas las rubias. Revuelve el café con leche, tapa el azúcar y sale. Raimundo le ve la pollera blanca, un fino levantarse de la blusa sobre los senos jóvenes, el rodete presuroso de tocado matinal. ¿Ha hecho bien en correr el cerrojo? No se le ocurre más que eso pero piensa que tal vez eso sea mucho. Entonces Lucía vuelve a asomarse trayéndole una carta, se la alcanza desde la puerta con una risita amistosa y sale. Señor Jorge Romero, calle y número. Todo bien salvo el nombre, y sin embargo el nombre ha de estar bien pues Lucía ha traído la carta y se la ha alcanzado con una risita. Menos absurdo de lo que podría creerse, sólo que en vez de Raimundo Velloz, Jorge Romero; y dentro una invitación para un baile y muy atentos saludos de la C.D.

Él siente ahora como un peso en los hombros, en la base de la lengua, en la nuca; como si los zapatos no acabaran nunca de anudarse y el lazo de la corbata fuera una larguísima tarea sin sentido.

—¡Jorge, vas a llegar tarde!

Su madre —pero la verdad que está afónica—. Vas a llegar tarde, Jorge. Con todo, hasta las doce… Mejor salir ya, volver a lo auténtico, a la contaduría, la planilla interrumpida ayer. Café, un cigarro, la planilla, sólido universo. Mejor irse ya sin saludar. Irse ya, y sin saludar.

Llega furtivo hasta el estudio al que se entra por la puerta de la derecha como si antes no se entrara al estudio por el pasillo del fondo. Pero es lo mismo, ahora no le importa por dónde se entra y es tal su indiferencia que ni siquiera mira el retrato de la mujer que parece acechar la mirada que él le niega. Cuando está a dos metros de la puerta, suena el timbre. No sabe qué hacer, ya viene Luisa corriendo desde la cocina, plumero en mano, lo aparta con un empellón y una risa contenta.

—¡Fuera de mi camino, Jorge bicharraco!

Se hace a un lado, ve abrirse la puerta. Casi sin sorpresa descubre a María vestida de calle que lo contempla mientras Luisa le estrecha la mano y la hace entrar.

—¡Por fin va a conocer al hombre de la casa! Gracias a que hoy se le ha hecho tarde… Mi hermano Jorge, la señorita María Velloz, mi profesora de francés, ya sabes…

Ella le alcanza la mano con el gesto maquinal y necesario del saludo. Raimundo espera un instante, espera que ocurra lo que debe ocurrir, pero como su hermana sigue con la mano tendida y nada sucede, alarga su diestra y el hacerlo le cuesta menos de lo que habría pensado. Repentinamente le parece que está bien, sería estúpido gritar que ella es María y que… Solamente piensa que podría haberlo dicho; lo piensa pero sin sentirlo. No lo siente para nada, solamente un pensamiento como tantos que uno tiene. Hasta quién sabe si lo ha pensado. Al contrario, algo le nace que lo conforta y lo alegra de que le hayan presentado a la señorita María Velloz. Si uno no conoce a alguien, es justo que se lo presenten.

Julio Cortázar, La otra orilla, 1945

Julio Cortázar

Véra (Villiers de L’Isle Adam)

La forma del cuerpo le es más esencial que su propia sustancia.
La fisiología moderna

El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no conoce límites.

Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint–Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol.

Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Véra.

En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas.

Todos los objetos permanecían en el mismo lugar en donde la condesa los había dejado la víspera. La muerte, súbita, la había fulminado. La noche anterior, su bien amada se desvaneció entre placeres tan profundos, se perdió en tan exquisitos abrazos, que su corazón, quebrado por tantas delicias sensuales, había desfallecido. Sus labios se mojaron bruscamente con un rojo mortal. Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra. Luego, sus largas pestañas, como cendales de luto, se cerraron para siempre.

Aquella jornada sin nombre ya había transcurrido.

Hacia el mediodía, después de la espantosa ceremonia en el panteón familiar, el conde D’Athol despidió a la fúnebre escolta. Después solo, encerrose con la muerta, entre los cuatro muros de mármol, y cerró la puerta de hierro del mausoleo. El incienso se quemaba en un trípode, frente al ataúd. Una corona luminosa de lámparas, en la cabecera de la joven difunta, la aureolaba como estrellas.

Él, en pie, ensimismado, con el solo sentimiento de una ternura sin esperanza, se había quedado allí durante todo el día. Alrededor de las seis, en el crepúsculo, salió del lugar sagrado. Al cerrar el sepulcro, quitó la llave de plata de la cerradura y, empinándose en el último peldaño de la escalinata, la arrojó al interior del panteón. Cayeron sobre las losas interiores a través del trébol que adornaba la parte superior del portal. ¿Por qué todo esto…? Con certeza obedecía a la secreta decisión de no volver allí nunca más.

Y ahora, él revisó la solitaria habitación.

La ventana, detrás de los amplios cortinajes de cachemira malva, recamados en oro, estaba abierta. Un último y pálido rayo de luz del atardecer iluminaba un cuadro envejecido de madera. Era el retrato de la muerta. El conde miró a su alrededor. La ropa estaba tirada sobre un sillón, como la víspera. sobre la chimenea estaban las joyas, el collar de perlas, el abanico a medio cerrar, y los pesados frascos de perfume que su amada no aspiraría nunca más. Sobre el techo deshecho, construido de ébano, con columnas retorcidas, junto a la almohada, en el lugar donde la cabeza adorada había dejado su huella, en medio de los encajes, vio el pañuelo enrojecido, por gotas de su sangre cuando su joven alma aleteó un instante. El piano permanecía abierto, a la espera de una melodía inconclusa. Las flores de indiana, recogidas por ella en el invernadero, se marchitaban dentro del vaso de Sajonia. A los pies del lecho, sobre una piel negra, estaban las pequeñas chinelas orientales, de terciopelo, sobre las que un emblema gracioso resaltaba bordado en perlas: Quien ve a Vera la ama. Los pies desnudos de la bien amada jugaban aún la mañana del día anterior, moviendo a cada paso el edredón de plumas de cisne. Y allá, en la sombra, estaba el reloj de péndulo al que él había roto el resorte para que no sonasen más las horas.

Así, pues, ella había partido… ¿Adónde? Vivir ahora, ¿para hacer qué? Era imposible, absurdo…

Y el conde se abismó en aquellos pensamientos extraños y sobrecogedores, rememorando toda la existencia pasada.

Seis meses habían transcurrido desde su matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la vio por primera vez…? Sí, ese instante se recreaba ante sus ojos, pero de forma muy distinta. Ella se le apareció allí, radiante, deslumbrante. Aquella tarde sus miradas se habían encontrado. Ellos se habían reconocido íntimamente, sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre.

Los propósitos engañosos, las sonrisas que observaban, las insinuaciones, todas las dificultades y problemas que opone el mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se desvanecía ante la certeza que ellos tuvieron, en aquel fugaz instante, de saberse el uno para el otro.

Vera, cansada de la insípida ceremoniosidad, de las personas de su entorno, había ido hacia él desde el primer instante, dejando de lado las banalidades donde se pierde el tiempo precioso de la vida.

¡Oh! Cómo, a las primeras palabras, las tontas ideas de quienes les eran indiferentes, les parecían como el vuelo de los pájaros nocturnos adentrándose en la oscuridad. ¡Qué sonrisas intercambiaban y qué inefables abrazos!

Sin embargo, su naturaleza era de lo más extraña. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante, tanto es así que se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Y por el contrario, ciertas ideas, aquellas del alma, por ejemplo, del Infinito, de Dios mismo, estaban como veladas a su entendimiento. La fe de la mayoría de las personas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que algo sorprendente y extraño, una cuestión de la cual no se preocupaban, no considerándose con capacidad para criticar o aprobar.

En razón de eso, puesto que reconocían que el mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de haberse unido, en esa vieja y sombría mansión, donde la extensión de los jardines alejaba los ruidos del exterior.

Allí, ambos amantes se sumergieron en ese océano de alegrías lánguidas y perversas donde el espíritu se mezcla con los misterios de la carne. Ellos agotaron las violencias de los deseos, los estremecimientos de la ternura más apasionada, y se convirtieron en el palpitante latido de ser el uno del otro. En ellos, el espíritu se adentraba tan bien en el cuerpo que sus formas parecían compenetrarse, y los besos ardientes les encadenaban en una fusión ideal. ¡Prolongado deslumbramiento! La muerte había destruido el encanto. El terrible accidente los desunía, y sus brazos se desenlazaban. ¿Qué sombra había atrapado a su querida muerta? ¡Muerta no! ¿Es que el alma de los violoncelos puede ser arrastrada con el gemido de una cuerda que se quiebra?

Transcurrieron las horas.

A través de la ventana, él contemplaba cómo la noche se insinuaba en los cielos. Y la noche se le apareció como algo personal. Tuvo la impresión de que era una reina marchando con melancolía en el exilio, y el broche de diamantes de su túnica de luto, Venus, sola, brillaba por encima de los árboles, perdida en el fondo oscuro.

–Es Vera –pensó él.

Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose, miró en torno suyo.

En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea.

La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un supersticioso amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara.

Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón, hacerlo sonar.

Apareció un sirviente. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa. Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido.

–Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie.

El mayordomo temblaba y le miraba con atención.

El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines.

El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto.

Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer…? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche? Mañana, mañana… ¡Ay! Pero, ¿quién sabe…? ¡Quizá! Después de todo era un proyecto sagrado… ¿Con qué derecho reflexionar sobre ello?

Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia.

Se trataba de crear un terrible espejismo.

El embarazo de los primeros días se borró súbitamente.

Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su buena voluntad. No había lugar para segundas interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. Se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba. Tenía miedo, un miedo indeciso, suave…

D’Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la Ilusión sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón.

Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D’Athol vivía doblemente iluminado. Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientos femeninos que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido! Una vez, D’Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera.

–¡Chiquilla! –murmuró él, sonriente.

Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada.

El día de su cumpleaños colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera.

–Puesto que ella se cree muerta… –murmuró él.

Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D’Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más natural!

Había transcurrido un año.

En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, Callimaque, cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo:

–Douschka, ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres…? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad?

Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera, solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel. Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario…? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año.

Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor. Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí.

Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la amaban en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta necesidad de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR!

¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos…! El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple, absoluta: ¡Ella debía estar allí, en la habitación! Él estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. Y como no faltaba más que la misma Vera, tangible, exterior, era preciso que ella se encontrase allí y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas. El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún.

–¡Roger…! –exclamó con voz lejana.

Él se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal.

Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un solo ser.

Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo.

De repente, el conde D’Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia.

–¡Ah! Ahora recuerdo… ¿Qué es lo que me sucede…? ¡Pero si tú estás muerta!

En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La certeza de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió. El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos.

Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido.

–¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido…! ¡Otra vez vuelve a estar sola…! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti!

De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó… El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto. ¡Era la llave de la tumba!

Villiers de L’Isle Adam, Cuentos crueles, 1883

Villiers de L’Isle Adam